14 octubre 2010

Tactical flashlight

Esta es una historia que dedico a mis colegas flashalcólicos de CPF. Toda la terminología técnica es verdadera, esas “extrañas” baterías sí existen y son usadas actualmente. Sólo cambié los nombres de las marcas para proteger a los inocentes, je, je , je. Es un tanto ingenua en su desarrollo, advierto, pero hay un motivo para ello.

La linterna a la que hago alusión es una como ésta:



Tactical flashlight

Teobaldo Mercado Pomar

Inscrita en el Registro de Propiedad Intelectual con el Nº 194.055

Cuando Osvaldo vio la caja sobre la mesa del comedor inmediatamente sintió una gran alegría en su interior. La linterna había arribado al fin, la espera de dos semanas (que parecieron dos meses) lo tuvieron muy inquieto hasta ese momento. Le dio las gracias a su padre, que había recibido el paquete, y partió a su pieza con premura apenas contenida. Cogió un cortacartones y sobre el escritorio procedió a abrir el envoltorio. Pronto quedó ante sus ojos la sencilla caja que contenía el preciado bien.


Finix L200
Tactical flashlight
Max 180 lumens
Two AA batteries

Era la primera linterna de verdad que poseía, toda una leyenda entre los exploradores y merecedora de más de un video en Youtube, provista de un potente led Cree Premiun Q5 que brindaba un potente haz de luz visible desde cientos de metros. Tenía seis modos de iluminación: Bajo, Medio, Alto, SOS, Turbo y Strobe, adecuados para casi cualquier situación imaginable. Y lo mejor era que funcionaba con dos simples baterías AA, nada de esas extrañas CR123, 18650 ó 17500, muy difíciles de encontrar en su país.

—Quiero verte en acción, preciosa —murmuró, poniéndole ceremoniosamente las dos pilas NiMh de 3000 mAh que ya tenía cargadas para la ocasión.

Apagó las luces y accionó la interna. En modo Bajo iluminaba bastante, en Medio más aún y en Alto hacía casi innecesaria la lámpara del techo. El modo SOS emitía tres destellos cortos y tres largos. Giró la cabeza y el modo Turbo lo sorprendió por su potencia. Un rápido apretar del botón de encendido y una serie de destellos continuos alumbró como las luces de una discoteca. Sonrió, complacido ante la compra, olvidándose del costo del aparato. Ahora sí poseía una linterna para salir de excursión con sus amigos y poder alumbrarse como era debido en medio de la oscuridad de la noche.

—Cómo me gustaría tenerte ahora conmigo, mi linda —murmuró y un aire de tristeza lo envolvió al recordar a Andrea, su amada, quien en las próximas semanas partiría a vivir a Australia. Esto opacó la alegría de lo recibido durante un largo minuto, al cabo del cual volvió a encender las luces.

Colocó la linterna en su mochila de camping, aunque luego lo pensó mejor y la dejó en la que llevaba al trabajo. No era necesario, sin embargo, prefería estar preparado ante cualquier emergencia. Se puso a leer el folleto de instrucciones y en eso estaba cuando lo llamaron a cenar. Partió a comer, no sin antes darle un último vistazo a su nueva adquisición.

* * * * *

La noche ya se había dejado caer cuando Osvaldo y sus amigos departían junto a la infaltable fogata de todo campamento. Ya habían comido, cantado y bromeado un buen rato.

—Ríete con más ganas, hombre —pidió Juan, su amigo del alma, palmeándole el hombro.

—Sí lo hago, tonto —replicó Osvaldo, intentando parecer más alegre, pero no pudiendo apartar a Andrea de su mente. En su interior se sentía un tonto por haberse enamorado tan profundamente de ella a sabiendas de que la mujer tenía planeado marcharse del país. Y se sentía más tonto porque ella nunca se dio cuenta de lo que él sentía, salvo cuando se lo planteó directamente. Bueno, así eran los sentimientos: impredecibles.

—¿Vamos a dar una vuelta al bosque? —preguntó Alvaro, quien siempre iba acompañado de Elvira, su novia.

En su interior, Osvaldo llevaba más de una hora esperando aquel momento, pues le permitiría demostrar la potencia de su nueva adquisición.

—Por supuesto —respondió Juan, extrayendo una gastada y anticuada FogLite de su chaqueta.

Los novios encendieron unas linternas semejantes, aunque de una marca desconocida, y cogidos de la mano encabezaron la marcha. Osvaldo sacó la suya y ante el asombro de los demás alumbró los árboles que tenían por delante diciendo:

—Por ahí está bien.

Los otros quedaron asombrados ante lo que veían.

—¿Qué chucha es eso? —inquirió Elvira.

—¡Medio foco! —exclamó Alvaro.

—¡Y tan chica! —dijo Juan.

Sin la menor modestia Osvaldo procedió a responder todas las preguntas que le hicieron, aprovechando de paso para demostrar las capacidades de la linterna. Luego, empezaron a caminar, internándose en el bosque.

—Qué buena idea la de venir acá —comentó Juan, sin dejar de mirar con cierta envidia a su amigo con el nuevo aparato de iluminación—. Hace tiempo que no salíamos de paseo.

—Valió la pena, compadre, la naturaleza siempre es relajante —dijo Osvaldo.

Caminaron una media hora antes de detenerse al borde de una pequeña quebrada. Discutieron acerca del mejor camino a seguir, decidiendo por intentar atravesarlo por la izquierda. Siguieron por un pequeño sendero apenas visible en medio de la vegetación, disfrutando de la vista de un cielo despejado, en donde las estrellas titilaban con fuerza. Al cabo de unos diez minutos se dieron por vencidos y volvieron sobre sus pasos. Todo el camino de vuelta al campamento charlaron animadamente, sin dejar de mencionar la nueva linterna de Osvaldo con regularidad. Se metieron en sus carpas y durmieron fatigados por la marcha del día y el paseo nocturno.

—Me acuerdo del fin de semana donde la tía Paulina —comentó Juan a la mañana siguiente mientras se servían el desayuno—. Esa vez en que mi primo... este... ¿qué es ese zumbido?

—¿Cuál zum...?

—¡Cállate! —interrumpió Osvaldo a Elvira.

El mencionado sonido era claramente audible por todos. Parecía provenir de varias direcciones a la vez. Osvaldo se puso de pie para tratar de identificar mejor su origen y empezó a sentirse mareado.

—Oye, si no has tomado nada —dijo Juan, parándose para sujetarlo, pero él también fue victima del mareo.

—Yo... no entiendo... —balbuceó Osvaldo antes de caer al suelo.

Los otros intentaron ayudarlo, mas también acabaron sobre la tierra.
Osvaldo trató de levantar el brazo derecho en un último esfuerzo por incorporarse, no obstante, una enorme pesadez se apropió de él y pronto perdió el conocimiento.

* * * * *

Abrió lo ojos de golpe y lo primero que descubrió fue que estaba en penumbras. Yacía sobre una loza de algo parecido al mármol y antes de poder indagar más una voz a su derecha dijo:

—Osvaldo, ¿estás bien? —Era Juan, quien se incorporaba a medias en una loza similar.

—Eso... creo —respondió, todavía algo mareado y confuso—. ¿Qué cresta pasó?

—Que me registren, loco, acabo de despertar acá...

—No se olviden de nosotros —pidió Elvira desde un rincón situado a la izquierda.

A duras penas se pusieron de pie para juntarse en el centro de lo que parecía una habitación circular, cuyos muros se conformaban de extrañas placas hexagonales.

—¿Dónde estamos? —preguntó Alvaro con temor.

—¿Cómo llegamos acá? —añadió Juan.

—No entiendo nada —dijo Elvira.

—Yo tampoco —exclamó Osvaldo.

Había varios focos empotrados en las paredes, desde los cuales una mortecina luz azul era irradiada. No alumbraban mucho, sólo lo suficiente como para poder caminar sin tropezar. A Osvaldo le recordaron las luminarias de los pasillos del cine. Miró su reloj y vio que ya eran las seis de la tarde, es decir, estuvieron casi ocho horas inconscientes.

—Ya despertaron —dijo de improviso una voz rasposa que parecía provenir del techo.

—¿Quién habla? —preguntó Juan, desafiante.

—Somos sus captores —respondió la voz—. Venimos de otro planeta para investigarlos. Estamos interesados en apoderarnos de vuestro mundo...

—¡Deja de decir huevadas y da la cara, maricón culiao! —exclamó Juan, haciendo gala del temperamento irascible que poseía.

La voz nada dijo y el cuarteto de amigos se miró en silencio durante un largo rato. Alvaro iba a decir algo cuando una sección del muro a su espalda empezó a abrirse. Todos miraron en esa dirección y pronto unas siluetas se destacaron. Bastaba ver la forma en que caminaban para darse cuenta de que algo anormal se aproximaba a ellos. Tenían más de dos metros de alto, se erguían sobre un par de piernas de tres articulaciones y el tórax era casi el doble de un ser humano. Gruesos brazos, cuatro de ellos, emergían a intervalos regulares y una enorme cabeza coronaba el cuerpo. Tres pares de ojos se repartían bajo una estrecha frente. Una nariz achatada sobre una boca de grandes colmillos remataba el aspecto feroz de aquellos seres,  todos cubiertos por lo que parecían ser delgados trajes azulados con algunas franjas negras.

—No puede ser —comentó Alvaro, abrazando a su novia.

—Tú eres el que interrumpió —dijo uno de los alienígenas, señalando con los brazos de la izquierda a Juan.

Otro de los seres apuntó algo semejante a un pequeño arco y al instante una poderosa descarga golpeó al hombre, arrojándolo algunos metros hacia atrás. Sus amigos corrieron a su lado.

—Duele —exclamó el golpeado, contrito ante lo que veía, mientras era sentado sobre el suelo.

—Cuando nosotros hablamos ustedes se callan, ¿entendido? —exclamó el más grande, que parecía ser el jefe.

—Enten... dido —aseveró Osvaldo, temblando de miedo por lo sucedido.

—Eso está mejor —dijo el extraño ser—. Dentro de poco vendrán nuestros científicos a buscarlos para hacerles pruebas y será mejor que acaten todas sus órdenes.

El grupo dio media vuelta y desapareció por donde había venido. El muro volvió a cerrarse, quedando tan aislados como antes.

—¿Siempre tenís que hacerte el valiente, huevón? —preguntó Alvaro.

—No... lo sabía, creí que...

—Ya no importa lo que creías —cortó Osvaldo—. Somos prisioneros de unos jodidos extraterrestres que van a experimentar con nosotros.

—No puede ser, no puede ser —dijo Juan, cogiéndose la cabeza con ambas manos—. Dios mío, esto no puede estar pasando, no a nosotros.

—Hay... Hay que mantener la calma —dijo Osvaldo. Miró en todas direcciones—. Tiene que haber una salida en alguna parte.

—¿Dónde? —preguntó Elvira.

Acomodaron a Juan sobre una de las lozas, comprobando que no tuviese nada roto (salvo un dolor en las costillas; pero no podían estar seguros de si era sólo por el golpe o algo más). Luego, palparon las paredes en busca de alguna abertura, una separación entre las placas, una grieta, cualquier cosa. Nada. El lugar parecía completamente sellado. Abandonaron la búsqueda y volvieron con su amigo.

—Vamos a morir —dijo Juan, pesimista.

—Mientras hay vida, hay esperanza —recordó Osvaldo, acomodándose la chaqueta en la espalda y notando que todavía tenía su linterna en el bolsillo derecho. La extrajo y la miró unos instantes.

—Genial, tu linternita mágica —comentó Alvaro, sarcástico.

Osvaldo tuvo una idea producto de las palabras de su amigo, la cual le iluminó el rostro de emoción. Lo pensó un poco y dijo:

—Sí, podría ser.

—¿Qué cosa? —preguntó Juan.

—Escuchen —contestó Osvaldo, bajando la voz y haciendo que los otros se acercasen a él—. Tanto la luz de afuera como la de este cuarto es escasa, o sea, ellos están acostumbrados a una menor iluminación. Sus ojos no reaccionarán bien ante un chorro repentino de luz, ¿entienden?

—Puedes encandilarlos con tu linterna —dedujo Elvira, sintiendo que una chispa de esperanza brillaba en ella.

—Así es. —Giró la cabeza del artefacto para activar el modo Turbo—. Si para nosotros es doloroso mirarla de frente, para ellos debe ser mucho peor, quizás les provoque una ceguera que dure horas. Cuando entren, los alumbraré y luego saldremos de aquí.

—Y una vez fuera, ¿dónde iremos? —inquirió Alvaro— Ni siquiera sabemos en qué lugar estamos.

—Esto debe ser su nave, ¿no? —exclamó Osvaldo, pensando con prisa— Con certeza todavía estamos en alguna parte del bosque. Miren, sé que es arriesgado, pero no perdemos nada con intentarlo. Ya oyeron lo que el fulano ése dijo: van a experimentar con nosotros. ¿Quieren que les metan sondas por cierta parte, les abran el pecho o les hurguen el cerebro?

Todos guardaron silencio, recordando aquellas historias acerca de cirugías hechas por extraterrestres y uno a uno asintieron con la cabeza.

—A ver si podemos apropiarnos de alguna de sus armas —dijo Juan.

En ese momento las paredes empezaron a abrirse de nuevo. Osvaldo les cerró un ojo a sus amigos y se volteó para enfrentar a los alienígenas.

—Vengan —ordenó uno de ellos, escoltado por otros dos provistos de armas.

Osvaldo encendió la linterna directo a los ojos de sus captores en un rápido movimiento que los abarcó a todos. Los tres chillaron de dolor, se taparon los ojos y cayeron al suelo presa de fuertes convulsiones.

—¡Vamos! —dijo Alvaro y se abalanzaron hacia la salida.

Juan le propinó una feroz patada en la cabeza a uno de los caídos y luego cogió el arma. La manipuló con rapidez en busca de una comprensión de su funcionamiento y al oprimir una protuberancia la descarga se activó.

—Por aquí —indicó Osvaldo, más preocupado de escapar que de buscar armas, apagando la linterna.

El cuarteto se escabulló por un largo corredor. Al llegar a una intersección se toparon de improviso con otros cuatro extraterrestres. Un barrido de la luz directo al rostro los mandó al suelo igual que los otros.

—¡Funciona! —exclamó Elvira, jubilosa.

—Esperen —dijo Osvaldo, oteando por el otro corredor—. Siento una ligera corriente de aire que viene de esa dirección.

—¿Será una salida? —preguntó Juan.

—Comprobémoslo —dijo Elvira.

Partieron apresuradamente, exigiéndole todo a sus piernas, literalmente como si el diablo les pisara los talones. Dejaron atrás metro tras metro hasta llegar a una amplia abertura que daba al exterior. Salieron a un claro en el bosque y —al voltearse— sólo vieron vegetación.

—Están camuflados —exclamó Alvaro.

—Vámonos antes de que den la alarma —dijo Osvaldo y reanudaron la carrera.

Apenas internados un centenar de metros en la foresta, unas potentes descargas de un rayo azul empezaron a asolar el bosque. Numerosas explosiones se produjeron mientras el cuarteto corría en medio de ellas. Fue una carrera terrible, el aire estaba cargado del calor de las detonaciones y las numerosas esquirlas que lo recorrían.

—¡Qué cabrones! —se quejó Alvaro.

—¡Vamos, crucemos la colina, al otro lado estaremos a salvo! —señaló Osvaldo, liderando la huída.

El castigo a la naturaleza prosiguió hasta que los fugitivos sobrepasaron la elevación geológica y quedaron fuera de su alcance.

—¡Lo hicimos, lo hicimos, no puedo creerlo! —gritó Juan, casi sin aliento luego de la carrera.

—Viviremos, todo gracias a ti —dijo Alvaro, palmeándole el hombro a Osvaldo.

—Gracias a tu linternita —añadió Elvira, sonriendo.

—¿Por dónde ahora? —preguntó Juan, mirando en todas direcciones.

—El volcán, allá —señaló Osvaldo—. El pueblo se encontraba hacia la costa, cerca de esos picos nevados.

—Estamos casi al otro lado del valle —dedujo Elvira.

—Vamos, tenemos que dar un rodeo muy grande y ya está oscureciendo —apremió Juan.

Volvieron a ponerse en marcha. Caminaron durante casi cinco horas, siempre alumbrados por la L200 en su modo Medio (más que suficiente para ver bien en la noche). Constantemente miraron sobre sus hombros a la espera de algún alienígena, pero nada vieron. Tuvieron que cruzar un riachuelo, lo que los dejó con las piernas entumecidas hasta las rodillas. Se arrastraron entre unas matas con espinas para luego llegar a una pequeña pradera. La atravesaron a toda prisa y arribaron a un camino de tierra. Lo siguieron en dirección a la costa y en menos de una hora llegaron al pueblo.

—Nos salvamos, nos salvamos —murmuró Osvaldo.

Era casi medianoche cuando el cansado cuarteto de amigos entró en el pequeño cuartel de Carabineros. El cabo de guardia los miró con recelo unos instantes. Osvaldo le explicó resumidamente lo que les había sucedido y, antes de que el uniformado insinuase que estaban borrachos, le mostró un arma alienígena y la disparó contra una vieja silla de un rincón. Esto hizo saltar de asombro al hombre y llamó al sargento, quien dormía en las dependencias interiores. El suboficial perdió todo su sueño cuando le mostraron el arma. Las horas siguientes fueron de mucha agitación en el lugar. Se hicieron numerosas llamadas a la ciudad más cercana, desde donde enviaron un equipo de investigadores en una camioneta. Una vez más tuvieron que repetir su historia y esta vez consguieron la atención de las autoridades. Otra unidad policial arribó al pueblo y poco más tarde lo hizo una compañía del ejército. Le pidieron a Osvaldo que los guiase al lugar y el hombre accedió, pese a su falta de sueño. Fue fácil reconocer el lugar, ya que los disparos de los extraterrestres habían dejado grandes huellas en el bosque. En cuanto los primeros soldados se acercaron al sitio fueron objeto de un furibundo ataque. De ahí en adelante todo sucedió en forma frenética. Se radió la posición del navío y una escuadra de aviones bombardeó el lugar, no sin perder tres aparatos antes de acabar con los invasores. El camuflaje de invisibilidad estaba destruido y así pudieron ver finalmente los restos del artefacto.


* * * * *


Osvaldo entró a su antiguo trabajo para saludar a sus ex compañeros. Todos lo recibieron con júbilo, pues ya era un hombre de fama mundial. Su valerosa acción al escapar de los extraterrestres y la detención de esa invasión dieron la vuelta al mundo en todos los noticiarios. La misma Finix le había pagado un dineral por aparecer en la publicidad de sus linternas, lo cual le hizo abandonar la empresa en donde trabajaba. A sus cuarenta y cuatro años el futuro se veía muy promisorio. El mismo mundo cambió radicalmente al descubrirse esa amenaza de otro planeta. Las naciones de la Tierra se pusieron de acuerdo en prepararse para defenderla y dejar de lado sus diferencias ideológicas. Ya no le parecía un lugar tan malo para vivir.

Pero su corazón seguía adolorido, aún recordaba a Andrea y la echaba de menos. Tendría que conformarse con no volver a verla, no tenía alternativa, aunque cada vez que escuchase a TD ella vendría a su mente.

—Pasa a visitarnos cuando quieras —dijo su antiguo jefe, dándole la mano al despedirse.

—No nos olvides ahora que eres famoso —pidió una mujer.

—Lo haré, lo haré —prometió y salió por la puerta.

Una multitud y una decena de periodistas lo aguardaban a la entrada del edificio. Se armó de paciencia ante ello y respondió lo mejor que pudo las preguntas. Estaba en eso cuando un rostro se destacó en medio de la gente. Era una mujer que lo saludaba agitando sus manos y sonreía de manera angelical. Sus palabras murieron a medida que ella se acercaba, abriéndose paso entre las personas. Los periodistas notaron a quién miraba y se hicieron a un lado.

—Andrea, ¿qué haces aquí? —preguntó Osvaldo, no pudiéndolo creer y ella lo abrazó con fuerza— Tú... Tú deberías estar en Australia.

—Mi lugar está donde está mi corazón y mi corazón está aquí, contigo —respondió, lo miró unos segundos y luego lo besó apasionadamente.

Osvaldo se dejó llevar por la caricia mientras la multitud aplaudía el hecho. Al terminar pasó sus manos por el rostro de su amada y, al borde de las lágrimas, dijo:

—No puedo creerlo.

—Yo tampoco podía creerlo cuando te vi en las noticias. Ahí supe que no podría vivir sin ti y me volví de Melbourne en el primer avión que encontré. ¿Todavía quieres estar a mi lado el resto de tu vida?

—Por supuesto que sí —contestó y nuevamente se besaron.

Al fin era feliz.


* * * * *


El hombre repasaba los indicadores de los pacientes de esa ala del hospital. Confrontó las cifras con las del dispositivo de mano que portaba, notando que todo iba bien. En realidad, hasta el momento nunca existió algún problema de gravedad, sin embargo, era mejor tomar precauciones.

—¿Todo sigue tan aburrido por acá como siempre? —preguntó una mujer que entró en la amplia sala.

—Igual —respondió y apagó el dispositivo de mano.

—Veo que éste terminó una de sus terapias —dijo la mujer, apuntando hacia una de las cápsulas que contenían un cuerpo humano.

—Sí, la número once. Salva al mundo, se hace rico y famoso y se queda con la chica, la clásica y cursi historia.

—¿Quién es?

—Un fulano cuarentón que coleccionaba linternas de principios de siglo. Su afición lo llevó a gastarse todo el dinero en ellas y acabó portando una media docena en todo momento, incluso al dormir. —La mujer se destornilló de la risa—. Sí, ríete; pero tenemos otros dos con la misma afición en el ala de al lado. Está de moda lo retro, así que con certeza habrán más pacientes similares.

—Bueno, la Psiquiatría Virtual los está curando al menos.

—Sí, se supone que primero al realizarles sus fantasías les da cierta confianza para enfrentar el posterior tratamiento de recuperación.

—¿Qué fantasías ha tenido este sujeto? —preguntó sin dejar de sonreír.

—Oh, varias, desde el ejecutivo exitoso hasta el semental incansable, incluyendo el escritor famoso y el superhéroe urbano... que se llamaba... ah, sí, Flashbikerman (el tipo era adicto a las bicicletas también).

Con esta última frase los dos rieron a carcajadas un rato.

—Este paciente, además, aprovecha de conquistar virtualmente una y otra vez a la mujer que lo ignoró —contó el hombre.

—¿Qué programa sigue? —preguntó la mujer, limpiándose las lágrimas de risa del rostro.

—Hay varios. ¿Quieres escoger uno?

—Ya —aceptó y revisó la lista del panel de control de la cápsula. Movió con el dedo la pantalla de arriba para abajo y escogió una—. Listo, cuando niña me divertí mucho con estas películas.


* * * * *


Andrea entró en el bar del lujoso hotel vistiendo un ajustado traje rojo que llamó inmediatamente la atención de casi todos los varones del lugar. Se paseó por la barra para escoger al que más le atrajese antes de pedir un trago. Llegó casi hasta el final, ignorando todas las miradas lujuriosas que los allí presentes le brindaron. De pronto, se fijó en un hombre de alrededor de un metro ochenta, con algunas canas, guapo, vestido con un smocking de corte impecable. Lo que más le llamó la atención fue que sostenía entre sus manos una Tark QF, aquella maravillosa linterna que sólo se fabricaba a pedido para clientes muy especiales. Se acercó a él, pues no podía tratarse de cualquier hombre, salvo que estuviese usando una imitación muy bien fabricada. A un par de metros notó el número de serie que el aparato llevaba impreso en su costado. Debía cerciorarse de que era legítima, se dijo, así que puso su mejor cara de conquista y dijo:

—Hola, lindo, soy Andrea. ¿Cómo te llamas?

El hombre, esbozando una sonrisa encantadora, respondió:

—Lumensbond, James Lumensbond.