25 abril 2011

¡Pedalea, pedalea!

Este relato lo escribí inspirado en aquellos imbéciles que de vez en cuando veo pasar hechos una bala entre la gente. Me dije: ¿qué sucedería si alguno de ellos estuviese...? y salió esto. La bicicleta es mi segunda gran afición después de la escritura, tal como pueden colegir de mi entrada anterior.

¡Pedalea, pedalea!

Teobaldo Mercado Pomar

Inscrita en el Registro de Propiedad Intelectual con el Nº194.055




Eduardo apoyó ambas manos sobre el centro del manubrio de su moto, mirando alrededor con aire casual. Todo se veía tranquilo en aquella primaveral tarde de domingo. La gente paseaba con sus amigos y familia a orillas del río. Un escaso tráfico circulaba por las calles y, a menos de diez cuadras, había una gran plaza con juegos infantiles. Envidió un poco a quienes podían disfrutar de un fin de semana normal. En cuanto llegase su compañero le preguntaría cómo...

Un grito a sus espaldas lo sobresaltó. Giró rápidamente la cabeza y vio a una pareja de jóvenes que miraban a un ciclista con enfado. El sujeto iba en la típica mountain bike con que muchos subían a los cercanos cerros. Aparentaba unos treinta y algo, usaba casco, espejo retrovisor, guantes, llevaba luces y reflectantes en el marco; en síntesis, parecía alguien que cumplía con la ley. Pero iba pedaleando como un enajenado por aquella vereda junto al río, rozando a los peatones como si estuvieran pintados en el suelo y lo siguiese una manada de velociraptores.

—Adiós tranquilidad —murmuró Eduardo y encendió el motor.

Salió en pos del ciclista, lamentando que ya hubiera alguien ebrio o drogado tan temprano, quizás proveniente de alguna fiesta sabatina que no había querido terminar aún. Aceleró por la calle, desplazándose en paralelo hasta alcanzar al hombre una cuadra más adelante.

—¡Señor, deténgase! —ordenó desde poco más de dos metros de distancia. El otro lo miró un segundo y la desesperación fue patente en su rostro; era la mirada de alguien asustado, no la de un borracho o drogadicto.

Eduardo se subió a la vereda, situándose al lado del otro. Una mujer joven con un bebé en brazos se cruzó en su camino y ambos se abrieron para evitarla.

—¡Deténgase, le digo! —exigió Eduardo, volviendo junto al ciclista, pero esta vez desde la calle.

—¡No puedo, mi cabo, me está persiguiendo! —gritó mientras maniobraba entre una hilera de bancos.

Eduardo se preguntó qué le estaría sucediendo al sujeto, quizás sufría de alucinaciones. ¿A lo mejor no se habría tomado sus pastillas? Miró rápidamente hacia atrás, no viendo a nadie que viniese tras ellos.

—Mierda —murmuró con algo de rabia mientras pensaba en la mejor manera de detener al otro sin dañarlo para que nadie alegase brutalidad policial.

Un automóvil que doblaba por la calle tuvo que efectuar un brusco frenazo para no colisionar con el motorista. Eduardo pasó junto al vehículo haciendo una pequeña pirueta y así no estrellarse contra un poste del alumbrado. Aceleró un poco, ya que su objetivo le había sacado algo de ventaja.

—¡Por última vez, señor, deténgase! —gritó.

—¡Le dije que me sigue!

—¡Atrás no viene nadie, hombre, pare!

Eduardo iba a cruzarse en el camino de la bicicleta cuando escuchó un grito a sus espaldas. Redujo la velocidad antes de girar la cabeza y ver a una joven rodar por el pasto. Miró al frente para ver que estaba despejado y luego volvió la vista atrás; un instante después, un tacho de basura salía volando sin que nadie lo tocase. Eso lo confundió, pues no tenía sentido. Siguió su marcha paralelo al ciclista, el que dijo:

—¡Sólo se puede ver con los espejos, no con los ojos!

Eduardo estuvo tentado de mandarlo a freír espárragos, sin embargo, sentía algo extraño en el aire. Dio un vistazo a los espejos y vio una figura borrosa que pasó por ellos. Un escalofrío lo recorrió y casi perdió el control de su máquina. Atravesó entre dos automóviles detenidos en una luz roja sin darse cuenta.

—¿Lo ve? —preguntó el ciclista, transpirando copiosamente por el esfuerzo.

Eduardo miró para atrás sin distinguir nada. No obstante, al usar los espejos retrovisores, una figura se perfiló con nitidez. El asombro y el miedo lo recorrieron en cantidades iguales, pues lo que veía no podía ser, no podía existir algo así. Tragó saliva y el hombre lo miró fijamente un momento antes de seguir pendiente del camino.

—¡Huevón! —gritó un transeúnte al ser casi atropellado por la motocicleta.

El asombrado Eduardo se tragó una disculpa mientras miraba por el espejo la cosa que venía tras ellos. Era grande, más de dos metros, semejante a un oso de pie; pero con piernas más delgadas que usaba para correr con una agilidad asombrosa. Su pelambre era corto y la cabeza tenía un par de grandes ojos que miraban con frialdad por sobre una enorme boca manchada con sangre.

—¡Me viene siguiendo de los cerros! —contó el ciclista— ¡Ayúdeme, haga algo!

—¿Qué voy a hacer? —preguntó el uniformado.

En verdad, ¿qué iba a hacer? ¿Pedir refuerzos? ¿Le creerían si decía que lo seguía una bestia invisible al ojo humano? No tenía idea acerca de cómo actuar, era una situación para la que no lo habían entrenado en la Escuela de Carabineros. En el mejor de los casos, ¿cómo detener o dispararle a algo que no se ve a simple vista? Supuso que con infrarrojos o sensores térmicos sería capaz de seguirle la huella de calor, pero no tenía ese equipamiento...

—¡La laguna de la plaza! —exclamó el ciclista.

—¿Cómo?

—¡La laguna, hombre! —respondió, jubiloso y esquivó a una pareja con un perro, el cual se puso a ladrar hacia la criatura que los seguía— ¡Me puedo meter en ella y esa cosa al seguirme levantará agua y podrá ver dónde está! ¡Después le dispara!

Eduardo comprendió al instante la idea y dijo:

—¡Vale, yo me adelanto!

—¡Cuidado con darme a mí! —advirtió el hombre, quien daba muestras de agotamiento.

La motocicleta saltó sobre la vereda y enfiló recto por un sendero. Aplastó unas flores mientras Eduardo tocaba la bocina para indicarle a la gente que se hiciera a un lado. Aceleró hasta la laguna, procediendo a colocarse al otro extremo de ella y, pistola en mano, le gritó a las personas que estaban en las cercanías:

—¡Váyanse de aquí!

Ante la vista del arma todos le hicieron caso y pronto el lugar quedó vacío de gente. Con la pistola sujeta fuertemente entre sus manos aguardó la llegada del ciclista, el cual no tardó mucho en hacer su aparición. Agradeció la poca concurrencia de personas a ese lugar, pues en caso contrario la situación podría ser mucho peor.

—No falles, no falles —murmuró mientras apuntaba la pistola.

La bicicleta saltó el pequeño borde de la laguna y se introdujo en el agua. Su conductor se bajó a toda velocidad de ella y corrió hacia Eduardo. Tras él, una gran salpicadura lo seguía a poca distancia. La mira quedó centrada en el hombre y luego la desvió hacia un lado. Con la mano izquierda le hizo el gesto de que se apartara y el ciclista corrió a la derecha, dejando al descubierto el agua desplazada por la criatura. Perfecto. No era preciso el verlo para saber dónde estaba. Oprimió el gatillo al tiempo que se preguntaba si las balas lo detendrían, pues en caso contrario su suerte estaría echada. Era tarde para hacer suposiciones y continuó disparando hasta que escuchó un rugido y sintió que algo grande caía al agua. Luego, silencio. Temblando, se acercó a la laguna. El otro hombre estaba a varios metros junto a un banco. Los dos tiritaban de miedo.

—Parece... que le diste —dijo el ciclista, dando unos pasos hacia él.

Varias personas miraban de lejos sin poder comprender lo que acontecía.

—Pa-parece que sí —exclamó Eduardo, metiéndose en el agua.

Había una depresión en el líquido y se acercó a ella. Sin dejar de apuntarle, le dio un golpecito con el pie derecho. Sintió que le pegaba a algo sólido que afortunadamente no se movió.

—¿Está muerto?

—Eso creo —respondió, golpeándolo de nuevo con más fuerza. Miró al otro y preguntó—: ¿Cómo... apareció?

—Iba por un sendero y... vi un perro que gemía. —Se sacó el casco y algunas canas quedaron al descubierto. Con el dorso de la mano se secó el sudor—. Creí que estaba herido; pero al acercarme se levantó en el aire y saltó sangre de su panza. Imaginé que alguien lo atacaba, aunque no vi a nadie. Me confundí, no pensé, sólo arrojé una rama filuda contra el aire... y golpeé a... a eso. El perro cayó al suelo mientras escuchaba un bramido como de toro. Instintivamente di media vuelta en la bici y huí. Por el espejo retrovisor lo vi. Bajé echo una bala varios kilómetros, casi me mato en algunas curvas, con esa cosa pisándome los talones. Fue el mejor descenso de mi vida y nadie lo vio, ¡ja!

—¿Qué cresta era? ¿El chupacabras?

—Que me cuelgen si lo sé, mi cabo. Habrá que esperar a lo que diga la ciencia. —Sonrió un poco—. Esto nos hará famosos.

Eduardo asintió. Guardó su arma, preguntándose qué diablos iría a suceder ahora. Lentamente el sitio se iba llenando de gente.

1 comentario:

Ktaná dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.