04 diciembre 2005

Relato: Lamentos



NOTA: Este relato aparecerá en el libro "AÑOS LUZ, Mapa Estelar de la Ciencia Ficción en Chile", de el poeta y académico porteño Marcelo Novoa, que verá la luz en diciembre.
PUERTA ESTACIÓN MAPOCHO


Las barricadas con sus alambradas obstaculizaban el acceso al puente, impidiendo el paso desde o hacia Independencia. Gruesos pilares de concreto yacían esparcidos en los primeros metros de la avenida. Y por toda la ribera norte del río Mapocho se extendía una cerca alambrada. A intervalos regulares de dicha ribera había casetas fortificadas y constantemente hombres y perros recorrían el sitio.

Un destacamento fuertemente armado del Ejército y Carabineros montaba guardia en el puente. Su centro de operaciones era el antiguo Cuartel de Investigaciones situado a la entrada de Independencia.

Más allá del puente, en lo que antaño fue conocido como el centro de Santiago, los edificios permanecían grises y solitarios, muchos de ellos con varios vidrios rotos. Las calles estaban atestadas de basura y escombros. El polvo reinaba en las fachadas y el interior de las antiguamente concurridas tiendas. El abandono era total, con excepción de una que otra ave que —tras una corta estadía — reemprendía el vuelo.

Del otro lado, las casas más próximas al río estaban en su mayoría deshabitadas, pues la siniestra fama del sector cercado alejaba a cualquier probable propietario.

El soldado de guardia hacía varios minutos que había dejado de hablar con su compañero. Casi siempre era así, porque la depresiva vista todavía calaba hondo en quienes permanecían en ese sitio. Golpeteó con nerviosismo el cañón de su fusil de asalto y fue en ese instante que distinguió una pequeña figura moviéndose en Bandera. Aguzó la vista y descubrió que era un can, ante lo cual exclamó:

—¡Mira, Daniel!

Conforme el cuadrúpedo se aproximaba al puente, los hombres pudieron distinguirlo con mayor detalle. El animal caminaba jadeante, como si hubiese corrido varios kilómetros persiguiendo o huyendo de algo.

—Es de Carabineros —notó Daniel al ver el grueso collar. Llegado a la mitad del puente, el perro se detuvo y olfateó el aire para luego mirar hacia atrás. Lamió sus patas delanteras.

—Cristóbal, ¿qué le pasa? —inquirió Daniel.

Pero antes que su compañero pudiese responder, el perro volvió a emprender la ahora notoriamente penosa caminata.

—¡Mi cabo, un perro de los pacos! —exclamó Daniel a viva voz y un uniformado que conversaba con otros tres se aproximó a ellos.

—¿Qué cosa? —preguntó el cabo y el perro se detuvo frente a la valla y comenzó a gemir.

Con prontitud los hombres levantaron la valla y el perro llegó hasta ellos, refregándose contra las piernas de Cristóbal y gimiendo lastimeramente. La piedad se apoderó de los hombres y entre todos trataron de calmarlo.

—¿Y esto? —preguntó Daniel al tiempo que extraía unos papeles cuidadosamente doblados sobre el collar, atados a éste con una pitilla.

—Alguien lo puso ahí —notó el cabo y recibió las hojas de manos del joven. Comenzó a desdoblarlas con cuidado.

Al acabar el sargento su labor, otro uniformado se les acercó.

—¿Qué tiene ahí, sargento?

—Lo trajo el perro, mi capitán —explicó el hombre. Hojeó los papeles—. Están escritos a mano y firmados por... Fernando Sanhueza. —Miró a su superior—. Es el geólogo de la última expedición. Lo vimos en las noticias de antenoche.

El capitán cogió las hojas y luego se las tendió a Cristóbal diciéndole:

—Léalas; usted es bueno para eso.

El joven sonrió un poco, pues su superior hacía alusión a una corta carrera como jefe de campaña del candidato de su partido en las pasadas elecciones presidenciales. Olvidó eso, que estaba enterrado como muchas otras cosas desde el día en que tuvieron que cerrar el centro, y comentó:

—La letra es irregular; quizás estaba nervioso o apurado. Aunque... —observó todas las hojas y guardó silencio.

—¿Aunque? —inquirió el capitán.

—No sé; pero da la idea de que fueron varios los que escribieron esto. Le mostró las dos primeras hojas—. Mire, la letra es distinta y en varios puntos se hace irregular.

El oficial siguió con la mirada la extraña escritura, luego de lo cual el joven procedió a leer:

"Santiago, 18 de abril. Maldito el día en que vine. Maldito el día en que tuve que despedirme de mi esposa e hijos. Malditos sean los yanquis por derribar la nave extraterrestre. Maldita sea la casualidad que la arrojó sobre Santiago. Maldito el día en que nací.

Dicen que la vida es un infierno y creo que tienen razón.

¡¿Claro que la tienen?!

¡Dioses!, no sé si es la locura o la alegría de sentirme tocado por la gracia divina lo que me guía en estos instantes. Sé tan poco de lo que sabía antes que no sé si los que lean esto puedan entenderme. Ahora sé que no fue casualidad...

No, hay que ser precisos. Veamos lo primero.

Fue hace 48 horas, el 16 de abril, que traspasamos la Puerta Plaza Baquedano. Éramos ocho en total (pero esto ustedes lo saben; seguro que lo vieron por televisión, así como se vieron todos los otros grupos que nos precedieron). Llegamos hasta el edificio Diego Portales sin dificultades. Teníamos los aditamentos standard: Agua, comida, armas y municiones, equipo de radio (inservible a poco de atravesar el Diego Portales), cámaras fotográficas, binoculares, etcétera.

Marcos demostró los primeros síntomas de presión, a pesar de que se decía era el de más sangre fría del grupo. Yo me puse nervioso entonces... Tal vez era un presagio de lo que venía.

El cielo se nubló de improviso. Todos lo habíamos visto en las filmaciones de TV; pero verlo en persona para luego ser empapados por la lluvia es muy distinto. Nada más caer el agua comenzamos a percibir una extraña sensación. Algo iba a decir Javier cuando la lluvia se acabó. Seguimos por la ladera del cerro Santa Lucía. Evitamos avanzar al descubierto por precaución. Frente a la Biblioteca Nacional hicimos un pequeño alto junto al vehículo blindado del ejército que se estrelló contra el microbús el primer día de la "semana de la locura". Todavía me acuerdo de esos días: La gente enloquecida corriendo a ciegas por las calles, unos saltando, otros gritando, todos sin rumbo fijo. Y los lamentos, oh, sí, los lamentos. Y ahora, frente a la Biblioteca, oímos por primera vez uno de ellos.

Alberto se puso a temblar, pero mantuvo la calma. Javier y Marcos se apretujaron contra un automóvil, como buscando protección. Cristián, Ximena y Carolina fueron más prácticos y trataron de averiguar la dirección de donde provenía el lamento. Usaron sus binoculares y se dijeron cosas que no escuché... porque el lamento tocaba algo dentro de mí. ¡Lo disfruté! Mis compañeros estaban asustados o intrigados, pero yo... estaba maravillado.

Eso fue solamente el comienzo.

Nos metimos por Mac-Iver hasta Agustinas y —como se hacía de noche— entramos a un edificio. Encontramos un departamento con espacio suficiente y nos tendimos allí. Noté que Carolina me miraba unos instantes con aire interrogador y después se acercaba a una ventana. (Sí, ella se dio cuenta desde un principio que algo me sucedía. De todos nosotros, esa mujer era la más lista y, por qué no decirlo, hacía una buena pareja con Cristián).

¡Qué noche!

Estuvimos mirando hacia la calle y conversando en voz baja, como si temiésemos que alguien nos escuchase. A eso de la una de la madrugada empezamos a tratar de dormir. Pero antes de media hora escuchamos un lamento.

¿Qué tienen esos lamentos? Es algo que muchos se han preguntado. No son los lamentos de un hombre atormentado, ni los de una bestia dolida; no son nada de eso. Es como una vibración, un latido al compás de un ritmo desconocido. No sé por qué les dicen lamentos. Nadie pudo dormir con tranquilidad, pues los lamentos —a falta de una descripción mejor los seguiré llamando de esta manera— se sucedieron a intervalos irregulares. Esto me hacía sentir como un intruso en un mundo sagrado. Y a pesar de que no dormí ni un solo instante, al día siguiente estaba fresco como lechuga.

Un momento, falta narrar el incidente de la noche.

Alrededor de las tres y cuarto, un poco más quizás, se escuchó otro lamento y después varios disparos nos hicieron saltar de los sacos de dormir. De inmediato echamos de menos a Marcos y salimos del departamento dispuestos a encontrarlo. No fue difícil, ya que el muy idiota se había tropezado en las escaleras y rodado abajo partiéndose el cuello. Los tiros eran de su rifle y en los muros había varios impactos de bala.

—Tuvo miedo —afirmó Ximena al ver los ojos todavía abiertos del hombre.

—¿De qué? —pregunté con poco ánimo.

—Cuando escuchamos el segundo lamento lo vi revolverse en su saco —recordó Cristián.

—Estaba muerto de nervios —dijo Alberto—. Llámenlo locura temporal o algo por el estilo. No es primera vez que pasa.

—Pasó en la semana esa —rememoró Carolina y de nuevo me miró.

Ah, qué mujer tan perceptiva era esa. Sentía que sus ojos me penetraban como taladros y, a medida que pasaba el tiempo, fui adquiriendo la capacidad de entender los pensamientos de los demás a través de su mirada. Esto, poco a poco, me iba distanciando de ellos, me iba haciendo diferente.

Y todo gracias a los lamentos.

Cada nuevo lamento producía un pequeño cambio en mi interior. Cada vez me adentraba más y más en algo nuevo y sublime que no podía precisar. ¿Amor? ¿Odio? ¿Esperanza? ¿Deseo? ¿Decepción? ¿Temor?

Acomodamos el cadáver de Marcos en el pasillo y volvimos al departamento. El resto de la noche no tuvo mayores incidentes.

Hacía calor cuando salimos nuevamente a la calle. Iniciamos la caminata por Agustinas. Al pasar frente al Teatro Municipal vimos los restos de un helicóptero del Ejército incrustado en la fachada del edificio. Miré ese panorama y sentí lo estúpido que había sido el mandar a esos hombres a que sobrevolaran el centro. Mierda, en ese tiempo nadie supo qué hacer: Los políticos hablaban y discutían, los militares adoptaban medidas de seguridad, los científicos hacían estudios y la gente se horrorizaba.

Oh, casi me olvido de las potencias. Ellas, grandes y pesadas como dinosaurios, trataron de calmar los ánimos. Aunque hasta el más idiota del mundo sabría que con las toneladas de dólares que generosamente —y a modo de "indemnización"— nos dieron los yanquis, nada podría suplir el grave impacto del descabezamiento del país. Por lo meno s no tuvimos ninguna revolución ni nada por el estilo, aunque poco faltó. Pero —cosa curiosa y polémica— el tener en Valparaíso el Congreso Nacional facilitó el traslado del gobierno a esa ciudad.

Me estoy desviando del tema. Me estoy... alterando".

Unas cortas y profundas líneas rasgaban el papel en ese punto. Cristóbal las saltó para poder proseguir:

"Bien. Bien.

Poco después de atravesar San Antonio, sentimos muchas voces, voces que parecían provenir de una multitud. Nos detuvimos para oírlas. Tardamos bastante tiempo en darnos cuenta de lo familiares que eran.

—Son los sonidos de la calle en un día normal —hizo notar Carolina.

Esto nos devolvió un poco la tranquilidad —aunque debiese decir que a ellos les devolvió la tranquilidad—. Pero Alberto hizo un par de tiros al aire y gritó:

—¡Basta!

Nos quedamos mirándolo. Nadie quería decir nada y, mientras tanto, los sonidos de la calle seguían a nuestro alrededor.

—Sigamos —ordenó Javier en un tono que no hacía dudar de su liderazgo.

Cosa extraña. Ninguno le reprochó la actitud a Alberto. Ya éramos un grupo distinto al que ingresó la tarde anterior; no solamente en mi se había operado el cambio (aunque mi cambio fuese distinto al de ellos).

En Estado oímos otro lamento, más fuerte que los anteriores, más profundo. Sólo nos miramos y seguimos caminando. Al acabar el lamento los sonidos de la calle se apagaron. El silencio volvió a reinar y esa cierta sensación de familiaridad que brindaban los sonidos callejeros se desvaneció, siendo reemplazada por la angustiante atmósfera del desolado centro. Era como andar por la orilla del cráter de un volcán sin saber cuándo hará erupción. O quizás debiese decir que era como sumergirse...

No, creo que nada que diga podrá describirles esa sensación; sería tan vano como hablarles de los "lamentos".

De pronto, Alberto se puso a hablar de sus recuerdos del colegio. Al principio no le dimos importancia; pero cuando empezó a maldecir a los profesores y a escupir luego de pronunciar el nombre de cada uno de ellos, nos percatamos de que algo le pasaba. Y, antes de llegar a Ahumada, Alberto pateó un kiosco de diarios.

—¿Qué te pasa? —inquirió Javier, indicándole a Ximena que permaneciese lejos de ellos.

—¡Una raza no puede! —contestó y pateó un tacho de basura.

La extraña respuesta desconcertó unos instantes a Javier, empero pronto reaccionó:

—No lo voy a discutir.

—¡Y nadie, oh, sí, nadie, lo entenderá jamás!

Llegado ese punto nos encontrábamos en pleno Paseo Ahumada con Agustinas. Formamos un pequeño semicírculo en torno al ¿descontrolado, nervioso o demente? Alberto arrojó su arma al suelo y miró hacia Alameda, al tiempo que un leve temblor recorría sus manos. Carolina se aproximó un poco y le preguntó:

—¿Sientes algo?

—El cambio —respondió con calma y, por unos instantes, pareció volver a la normalidad—. El cambio se aproxima y será inevitable. Y tendremos que dejarlos.

—Este cambio... ¿de qué tipo es?

—Nuevo, diferente.

Tras estas palabras, volvió a maldecir una serie de nombres que desconocíamos, seguramente de gente que trató en su vida, antes de gritar y largarse a correr en dirección a Alameda. Lo vimos desaparecer sin hacer nada por evitarlo. Diablos, qué extraño debe ser para los que leen esto el entenderlo; pero la diferencia es que no estuvieron acá como nosotros. Antes de entrar se decía que este sitio alteraba a la gente, la cambiaba, liberaba las locuras de la mente. Tal vez la mejor y más simple prueba de ello fue la "semana de la locura" (que es como seguramente la recordará la historia).

No volvimos a ver a nuestro camarada. Corrió hasta perderse y no nos importó. Permanecimos un largo rato en silencio. Un fuerte viento proveniente del este nos envolvió unos segundos y luego se esfumó. Cristián asió a Carolina del hombro, ella lo observó y entonces ambos parecieron relajarse un poco.

Una extraña tonalidad azul empezó a inundarlo todo, como si de niebla se tratase.

—¿Qué es esto? —preguntó Ximena.

—No lo sé —respondió Javier y miró en todas direcciones—. Cubrámonos en un pasaje, por si acaso. Nos metimos en la galería de la boletería del cine City. Desde ahí observamos ponerse todo azulado.

—Se ve bonito —comentó Cristián.

Javier trató de comunicarse por radio sin resultados.

—Por lo menos sabemos que no es radiación —consoló Carolina.

Sí y esa era una de las pocas cosas seguras en todo el asunto, pues los científicos habían descartado una fuga de radiación de la nave alienígena o una epidemia causada por algún virus desconocido. Lo que pasaba en el centro no era nada de eso.

En ese instante comprendí que los únicos que habían actuado con tino fueron los militares, ya que cercar el área era lo único razonable por hacer; más todavía si se considera la verdad.

Nuevamente descubrí a Carolina observándome en forma inquisitiva. Eludí su mirada, al igual que antes.

Aguardamos algunos minutos hasta que el fenómeno se desvaneció. Al retomar el camino por Agustinas, sentí un escalofrío. Pero esa sensación desapareció en cosa de segundos. En Bandera tuvimos que sortear un trío de microbuses que obstaculizaban la pasada. Dos de ellos estaban estrellados y volcados mientras el tercero había quedado semi atravesado en la calle. Un esqueleto que sobresalía de una de las ventanas de este último vehículo nos llamó la atención. De su cuello aún pendía una cadena con un crucifijo.

—Tu dios no te ayudó —murmuré, sin saber el porqué decía algo así. Nadie me escuchó.

A medida que continuábamos, las palabras iban muriendo en nuestros labios. Y no era por el silencio, sino por aquella atmósfera tan especial a que he hecho alusión. Era mejor así, puesto que me permitía estar a solas con mis pensamientos y mis nuevas sensaciones; podía saborearlas y analizarlas con mayor detención; podía dejarlas fluir a través de mi ser sin interrupciones; podía permitir que el cambio me transformase.

—La Moneda —anunció Javier con poco ánimo al arribar a la Plaza de la Constitución.

El césped era maleza y los árboles dejaban ver su descuido. Dejamos de lado cualquier tipo de precauciones y nos acercamos un poco al antiguo palacio de gobierno.

—Alto —dijo Javier—. No tiene caso mirar allí. Seguramente no debe ser distinto que los demás edificios.

Lo cual era muy cierto.

Cuando llegamos a la esquina de Teatinos con Agustinas, miré hacia atrás, igual que los otros, para contemplar por última vez el despejado sitio.

—Se ve extraño —comentó Cristián y noté que Carolina se acercaba a su lado. Miré a la mujer, ella me devolvió la mirada y se sonrojó un poco. Yo, por mi parte, nada dije, ¿para qué? Era obvio lo que estaba sucediendo entre ellos. Aunque (y esto es lo importante) poco o nada me importaba. Recordé lo fuertemente arraigados que están los sentimientos en el ser humano, inclusive recordé el instante en que le pedí a mi polo la que se transformara en mi esposa. Y todo eso no me pareció más que una simple curiosidad.

Ése fue el instante clave en que comprendí la naturaleza del cambio. Pura y simplemente estaba dejando de ser humano. Y lo acepté. Trato de verlo desde una óptica humana para poder darle un sentido que ustedes puedan captar, pero es difícil. Por eso es que he remarcado esa frase anterior, ya que creo que ella implica muchas cosas que no soy capaz de describir.

Los seres humanos son muchas cosas: ideas abstractas, emociones reprimidas, deseos concebidos, cariños inconexos... y una mota en el universo. Forman parte del desorden que compone al cosmos y se atienen a las leyes de la naturaleza que lo rigen.

¿Qué estoy diciendo? Es mi espíritu, mi transformado espíritu, el que me dicta esa clase de cosas. Debo retomar el hilo de lo que narro".

Nuevamente Cristóbal debió saltar unas líneas que atravesaban el papel.

"Sí, ya todo era distinto.

Entre Amunátegui y San Martín volvimos a escuchar algunos lamentos; pero esta vez los ignoramos (mis compañeros por costumbre y yo por otro motivo: eran parte de mi naturaleza y, como tales, no me llamaban la atención). Oímos el ruido característico de las aspas de un helicóptero y luego tuvimos algo de esa especie de neblina azul. Y al llegar a San Martín nos topamos con una jauría de perros. Los canes —en número de cuarenta aproximadamente— nos miraron unos segundos, tras lo cual se nos echaron encima. Utilizamos nuestras armas y pronto los acabamos. Pasamos entre sus cuerpos sin vida y Ximena escupió sobre uno de ellos; nadie se lo reprochó.

El arribo a la Norte -Sur estuvo impregnado de un disimulado nerviosismo, quizás debido a que el objetivo se encontraba a pocas cuadras de nosotros. Mis compañeros empezaron a cruzar el puente a paso veloz; yo me quedé rezagado, caminando con tranquilidad y sin dejar de observar hacia todas direcciones. Me llamó la atención la cantidad de vehículos estrellados y entrelazados en la carretera.

Al llegar al otro lado, mis camaradas habían hecho un alto al amparo de un edificio. Nos miramos y volvimos a marchar.

—No saldremos vivos de esto —afirmó Javier de improviso.

—¿Qué estupideces dices? —preguntó Carolina, cogiéndose del brazo de Cristián.

—No saldremos vivos —repitió con el mismo ánimo fatalista —. Nadie ha vuelto con vida o lo suficientemente cuerdo para no terminar en un manicomio.

—Saldremos vivos —contradijo Cristián y al finalizar sus palabras una vibración recorrió fugazmente el suelo.

—Sé que te sientes extraño —dijo Carolina al tiempo que una leve opacidad ennegrecía el ambiente—. ¡Todos nos sentimos extraños! —exclamó y me miró de reojo —. Pero estamos con vida y seguiremos estándolo.

Los ojos de Javier se detuvieron en la mujer unos momentos antes de decir:

—Yo no lo creo.

—Déjense de decir tonteras —calmó Ximena—. Tenemos un trabajo que hacer.

—¡Trabajo! —exclamé con cierto ánimo en el tema—. ¿Qué hacías antes de estar aquí?

—Soy Ingeniero Industrial, ¿lo olvidas? —contestó Ximena—. ¿Te está fallando la memoria?

—Sí, me falla —contesté y esperé a que ella me reprochase algo.

En contra de lo esperado, Ximena simplemente aseveró: —Te entiendo. En este sitio a todos nos falla algo.

Tras lo cual volvió a guardar silencio.

Al fin estuvimos en la avenida Brasil. Nos asomamos con cautela. Javier cogió sus binoculares unos segundos antes que los demás y tras una breve observación comentó: —Se ve desolado.

"Por el contrario, hay mucha actividad", pensé con algo de ironía que no dejé traslucir.

En la Alameda se veía perfectamente el casco de la nave estrellada, semi enterrada en el suelo. A simple vista no parecía gran cosa: Un huevo alargado con múltiples hendiduras, sin señales visibles de motores o algo por el estilo. En realidad, lo decía todo y nada a la vez. Todo, por ser algo proveniente de otro mundo; nada, porque no existían otros ejemplos de que hubiese sucedido algo excepto su inusual presencia. Por la mente de mis camaradas, en cambio, cruzaron infinidad de ideas y suposiciones; sus ojos lo dijeron todo.

—¿Vamos? —preguntó Ximena, acariciando su arma. Javier perdió su mirada triste en el conjunto y respondió: —Sí.

Cristián y Carolina sacaron algunas fotografías antes de iniciar el acercamiento final. Nos desplazamos pegados a los muros de la vereda este en medio de un silencio total. Se oyó otro lamento. Y entonces, mientras daba un paso tras otro, tuve la certeza de muchas cosas. Supe que la caída no había sido totalmente al azar, que no fueron a estrellarse en Chile en vano. Después de que el proyectil los alcanzara y perdiesen el control del impulsor principal, escogieron cuidadosamente el sitio de aterrizaje. Su trayectoria los dirigía al hemisferio sur del planeta. Analizaron las líneas magnéticas que recorren sudamérica y notaron que por nuestro país fluye una gran cantidad de ellas. ¿Qué tiene que ver el magnetismo? Es muy simple: Ellos lo utilizan para alimentar su "generador" (aunque ése no es el término más adecuado, sino algo semejante. No puedo explicarlo bien, lo siento; pero es un concepto que apenas puedo captar en su totalidad). Algo del magnetismo está relacionado con la energía psíquica que emiten los seres pensantes; está relacionado de una forma y en un nivel que desconozco, aunque esa es la razón de que la gente y los animales enloquezcan en este sitio. No se trata de que absorban la energía mental o algo por el estilo, sino que su "magnetismo" (por decirlo de cierta manera) afecta nuestros pensamientos. Los lamentos son una especie de onda portadora de dicho magnetismo, algo así como los ecos que emite un sonar.

Ahora que lo entiendo me parece sumamente sencillo y es extraño que alguien no hubiese dado con la respuesta . Quizás en su sencillez estriba la causa de todo ello. No lo sé con certeza y tampoco me importa.

Lo importante es que —a medida que me acercaba a la nave — las emanaciones de aquellos seres llegaban a mí con mayor fuerza, transmitiéndome su conocimiento. Ahora, ¿por qué no sucedía lo mismo con los demás? Lo ignoro, aunque supongo —pero no tengo la certeza— de que cada persona reacciona de manera distinta frente a este estímulo psíquico.

No, contrariamente a lo que algunos dijeron, ellos no intentaron en ningún momento comunicarse con nosotros; sólo se limitaron a emitir sus ondas para tantear el terreno. Eso fue lo que motivó la "semana de la locura". Y en verdad el ser humano poco les interesa. No son como los humanos (obviamente, puesto que habría que ser idiota para creer que seres totalmente diferentes podrían razonar como nosotros. ¿Nosotros? Me parece irónico).

¿Por qué la gente enloquece? Simple: Los lamentos producen fuertes efectos en el psiquismo de las personas; solamente algunos como yo realizan esa "resonancia" mental. Y esos pocos paulatinamente van perdiendo su pensamiento humano.

Sus "herramientas" alteran la estructura temporal de lo que los rodea; ésa es la explicación de los sonidos del pasado que escuchábamos a veces; también es la razón d e que los satélites captasen escenas de tiempos antiguos.

No están lo que podría decirse molestos con el injustificado ataque de los yanquis. Esto lo ven sólo como un contratiempo en su viaje. Y es mejor que los dejen tranquilos, porque de otra manera podr ían devastar todo el continente en cuestión de segundos. Ahora lo único que les interesa en terminar las reparaciones de la nave para largarse. En poco menos de un año podrán hacerlo, así que es mejor que esperen ese día sin hacer nada por impedirlo. Por el momento, prosiguen trabajando.

Todo este maravilloso conocimiento me tenía embobado. Mis compañeros estaban tanto o más absortos que yo (aunque a ellos por motivos diferentes). Era tal la abstracción que no nos percatamos inmediatamente de la fragilidad de los muros que nos amparaban. Fue cuando Carolina tropezó en un ladrillo que la realidad vino a nosotros.

—Hay que tener cuidado —advirtió Cristián y en ese momento una vibración nos estremeció.

El muro al que nos apegábamos se vino abajo y quedamos envueltos en una nube de polvo y piedras. Permanecí quieto, con los brazos sobre la cabeza, agachado, hasta que pasó lo peor. Carolina y Cristián se llamaron a gritos, con desesperación, y en medio de la polvareda los vi abrazarse con ímpetu.

—¡Ximena! —llamó Cristián.

—¿Javier? —preguntó Carolina.

Nadie respondió. Guardamos silencio hasta que el polvo se asentó lo suficiente como para poder distinguir con claridad a nuestro alrededor. Un par de piernas asomaban a pocos metros de mí. Por las botas, supimos que era Ximena. Apartamos los escombros hasta dejar su aplastado cráneo al descubierto.

—Maldita sea —dijo Carolina para luego observar fugazmente sobre su hombro a la nave.

Un sonido de piedras removidas atrajo nuestra atención. Cerca del sitio en que estaba Ximena, Javier agitaba sus brazos, semi enterrado entre los escombros. Nos dirigimos a su lado.

—Tranquilo, amigo —le calmó Cristián, aunque a poco de verlo comprendimos que no tenía remedio.

El infortunado abrió los ojos. Nos miró a todos. Balbuceó algo mientras varias lágrimas rodaban por sus mejillas. Nos aproximamos otro poco.

—Violeta —murmuró un par de veces antes de cerrar los ojos y expirar.

Cristián le sostenía una mano y Carolina la otra. Ambos lo asieron varios segundos después de muerto, como queriendo retenerlo en este mundo un poco más. Cristián fue el primero en soltarlo, tras lo cual hurgó en la chaqueta del infortunado.

—¿Qué haces? —preguntó Carolina.

—Busco algo. —Extrajo una billetera desde la cual sacó una fotografía en la que aparecía una muchacha con un traje obscuro, ceñida con una banda blanca sobre un escenario en el que varias personas la aplaudían—. Anoche observó varios minutos esta foto antes de dormirse.

—Es una fiesta o graduación de algún tipo —notó Carolina.

—¿Su polola, novia o esposa? —preguntó Cristián.

—No, él era soltero —recordó la mujer. La pareja comentó algunas cosas más que no alcancé a escuchar, pues me había alejado algunos pasos de ellos. Poco después llegaron a mi lado.

—No te importa, ¿eh? —inquirió la mujer y me agarró por las solapas, sacudiéndome con fuerza—. ¡No te importa!

Cristián la sujetó por detrás, apartándola de mi lado.

—¡Tranquilízate!

—Él ya no es humano —afirmó mientras me señalaba acusadoramente con un dedo.

Los ignoré y continué acercándome a la nave. Me detuve a medio centenar de metros de ella. No transcurrió mucho tiempo antes que mis camaradas me imitaran.

—No tengan miedo —dije sin voltear para mirarlos—. Ellos no les harán daño.

—¿Hablan contigo? —preguntó Cristián, nervioso.

—Podría decirse —respondí—. Aprovechen de sacar fotos antes de irse, porque no hay nada más que puedan hacer.

Reticentes y desconfiados, la pareja hizo lo que les sugerí. Al terminar, Carolina me dijo:

—Tú no vuelves, ¿eh?

—No.

Ellos se miraron sin saber qué hacer. Era una situación casi absurda. Miraron la nave abrazados y en silencio un largo rato. Supongo que debieron cuestionarse muchas cosas, sobre todo la forma en que yo me comunicaba con ellos, pero nada dijeron. Lo hubiese sabido de haberles visto el rostro, aunque mi atención se enfocaba preferentemente en el vehículo.

—¿Cómo son? —preguntó Carolina.

—¿Quieres verlos? —pregunté a mi vez, volteando el rostro—. Hay uno detrás de ustedes.

Los dos cruzaron miradas de incertidumbre y —lentamente— giraron la cabeza. Y lo que vieron creo que es mejor que lo describan ellos, porque yo lo percibo de una manera diferente. El caso es que fue más asombro que temor lo que el ser produjo en la pareja. Temía que le disparasen o se desmayaran de espanto. No pasó nada de eso. A pesar de su asombro fueron capaces de sacarle algunas fotografías. La observación duró alrededor de tres silenciosos minutos antes de que la criatura se marchase.

—¿Qué hacía allí? —inquirió Carolina sin disimular el nerviosismo que la invadía—. ¿Nos estaba o bservando?

—Simplemente pasaba por acá y ustedes tuvieron la suerte de cruzarse en su camino —expliqué y arrojé mi rifle al suelo.

—¿Y ahora? —preguntó Cristián.

—Lárguense. Si los lamentos no los afectaron, entonces podrán irse sin que nadie los detenga. Díganle a los demás que no vengan. Adiós.

Les di la espalda y me dirigí hacia el otro lado de la nave. Volteé una vez y los vi corriendo hacia la calle José Miguel Carrera cogidos de la mano. Supongo que habrán llegado a la Puerta Parque O'Higgins. Supongo que ahora estarán rindiendo su informe a las autoridades. Supongo que se harán famosos por ser los primeros en salir cuerdos de este sitio. Supongo muchas cosas que ya no me importan; pero que no dejan de acudir a mi mente.

Esto fue por la mañana. Al mediodía cogí unas hojas de un cuaderno tirado en una fuente de soda y escribí esto. ¿Por qué? Pues porque ellos me lo sugirieron; de esta forma, ustedes sabrán de qué se trata todo esto. El relato de Carolina y Cristián más mi aporte les entregará la comprensión total de este sitio.

Al momento de escribir estas líneas tengo a mi lado a un perro de Carabineros. Llegó solo hasta aquí y supongo que lo enviaron a rastrearnos, igual que lo hicieron con los otros grupos. Es curioso que los perros puedan soportar los lamentos mejor que los humanos. ¿O quizás todo es curioso? Ya no sé qué es curioso, triste o alegre. He releído las páginas anteriores y no siento lo mismo que sentí al escribirlas. Mi cambio interno sigue en marcha. Lo que sí sé es que cuando se vayan me marcharé con ellos. Soy uno de los pocos que han logrado ser asimilados por su esencia. He visto un ser de otro mundo, que se les unió durante una breve parada que hicieron en otro sistema. Creo que más adelante —cuando vayamos viajando— me comunicaré con él.

Quizás esperen que les diga algo a mis familiares. Lamento decepcionarlos. Creo que con la sola lectura de esto podrán entender el porqué no lo hago.

Ya siento tan poco de lo que sentía antes... que no puedo ver lo que me rodea de la misma manera que ustedes. Por eso es que ansío la marcha, la deseo con ahínco. Lejos, en el espacio, podré sentirme más realizado que aquí. Tal vez algún día los humanos lleguen al mundo al cual iremos. Pero eso es cosa del futuro, es cosa del tiempo que se arrastra capri choso para los seres humanos.

Bueno, ¿qué más puedo decir? Acaricio al perro, que no parece haberse dado cuenta de mi cambio. Mueve la cola y mira hacia la nave. Colocaré estas hojas en su collar para que se las lleve y espero que no se caigan por el camino.

Ya lo saben: No vengan, pues no hay nada para los seres humanos en este sitio. Esperen a que nos vayamos. Después de eso, el centro de Santiago volverá a ser el de antes. Yo ya he cumplido con advertirles".

Los hombres guardaron silencio varios instantes. Finalmente Cristóbal preguntó: —¿Qué vamos a hacer, capitán?

—Lo que él dice: No acercarnos. —Miró hacia la abandonada zona de la ciudad—. Nada podemos hacer.

Dicho esto, cogió las hojas y se retiró a informar a sus superiores.

—Así que era eso —comentó Daniel, colocándose junto al sargento en una barricada.

—Así que era tan simple como eso —corrigió Cristóbal y pateó una piedra, sintiendo algo de pena por el hombre que había dejado de serlo mientras escribía unas hojas.

El silencio volvió a rodearlos.


F I N

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