14 diciembre 2005

Quiero vivir: Primer capítulo

A pedido de varias peticiones que he recibido, a continuación coloco parte del primer capítulo de la novela corta titulada "Quiero vivir", con la cual se cierra mi libro.

Gracias a todos los interesados en el tema y la semana que viene, cuando esté más desocupado de trabajo, colocaré un par de artículos que aparecieron en la revista "Quantor" de la SOCHIF.



Quiero vivir



1

David Emerson caminaba rumbo a su alojamiento cuando las alarmas se pusieron en acción y el caos se desató.

—¡Nos atacan! —gritó un hombre para luego perderse en dirección a las escaleras.

David, entonces, corrió a sus aposentos y recogió en un bolso sus escasas pertenencias. Casi al terminar los altavoces tronaron:

—¡Todos vayan a las naves de escape! —La voz sonaba frenética, casi histérica— ¡Abandonen todos la base!

Salió a toda la velocidad posible de la habitación y tropezó con varias personas en los corredores; casi chocó en una esquina con dos soldados que arrastraban una camilla con una niña herida. Perdió unos instantes observando cómo la llevaban hacia el hangar del ejército y deseó fervientemente que pudieran sacarla luego.

Una explosión sacudió el lugar y se activaron las alarmas de des­compresión.

—¡No! —exclamó al tiempo que aceleraba sus pasos.

La fuerte corriente de aire que lo azotó le indicó la cercanía del daño, pero ¿en qué parte? No tenía tiempo para averiguarlo y confió en la suerte. Las luces pestañearon unos instantes y luego volvieron.

Tenía que llegar pronto al hangar de las naves de emergencia.

—Vamos, vamos —murmuraba con el fin de darse fuerzas.

De improviso, el corredor delante de él fue cortado limpiamente, co­mo si un gran cuchillo se hubiese hundido en el metal y el suelo, quedando un enorme boquete. La atmósfera comenzó a salir en tromba, al igual que otras personas que lo precedían.

—¡No! —gritó y dio media vuelta.

El vendaval que lo jalonaba hacia atrás lo hizo trastabillar y —sujetándose de una viga— renovó sus esfuerzos para huir del sitio.

Otro hombre pasó a su lado arrastrado por la corriente y sus gritos se perdieron en el vacío.

—Vamos, vamos —murmuró al tiempo que notaba que cada vez le cos­taba más avanzar hacia adelante.

¿Para qué resistirse? Aunque lograse salir de ahí tendría que bus­car una vía alternativa para llegar al hangar y (bajo las presentes circunstancias) ello sería difícil, sino imposible. Pero no, sería de­masiado fácil, demasiado simple el dejarse llevar al olvido; la vida le era muy preciada como para desperdiciarla de esa manera. Iba a lu­char con todo lo que le dieran sus fuerzas. A pesar de las adversida­des de la vida, a pesar de que su esposa lo hubiera dejado por ese abogado ladrón, a pesar de que su futuro laboral no estuviese claro.

El corredor fue sacudido por otra explosión que amplió el boquete anterior. David vio con desesperación cómo sus dedos se desprendían de la viga que asía y poco después era absorbido por el vacío. Se golpeó contra el techo antes de ser expelido y alcanzó a ver las es­trellas girar a su alrededor al tiempo que sentíase asfixiarse. Luego, un manto negro se abatió sobre sus ojos.


Arístides Segura estaba haciendo un chequeo electrónico de su traje cuando las alarmas sonaron. Canceló la operación de inmediato y al co­locarse el casco escuchó en la frecuencia militar:

—Compañías primera a la cuarta: aseguren en perímetro; las demás protejan a los civiles.

La suya era la segunda compañía y se dirigió a la salida más cerca­na. Accionó con prontitud la escotilla y se encaró a la desnuda super­ficie del planetoide. A simple vista nada acontecía, excepto un par de "géiseres" que señalaban las perforaciones de la base.

—Dinko, Peter, Nadia, ¿me oyen? —preguntó con la esperanza de ob­tener respuesta, mas fue en vano.

No perdió tiempo en tratar de contactar con sus compañeros, ya que sólo por casualidad él se encontraba con el traje puesto; los demás debían estar cerca de la bodega. Al menos estaba en condiciones de pe­lear, se dijo.

Una especie de estrella de mar desfigurada salió de entre las cer­canas colinas y se deslizó con movimientos erráticos entre las ante­nas. Arístides apuntó su rifle con firmeza porque sabía que solamente tenía una oportunidad de acertar. La estrella se desgarró bajo el fue­go láser y rebotó varias veces en el suelo antes de quedar inmóvil.

—Bueno tiro —felicitó una voz que reconoció como la del cabo Atu­cha—. Mi computadora los detecta cerca de la cúpula...

Un violento destello interrumpió sus palabras. Al girar vieron la mencionada construcción (sita a medio kilómetro de distancia) saltar por los aires, desgarrada por una explosión que murió instantes más tarde al no tener ya oxígeno en que arder.

—¡Hay enemigos en la pista dos! —gritó alguien.

—¿Primer pelotón? —inquirió el cabo y no obtuvo respuesta.
—Mi pantalla sólo tiene interferencia —señaló Arístides y, con desgano, añadió—: Nos están bloqueando.

Segura accionó los motores del traje y se aproximó a unas rocas pa­ra utilizarlas de parapeto. Maldijo esa lucha en el vacío, sin atmós­fera y sin comunicaciones con sus compañeros.

—Creo que nos llegó la hora —comentó el cabo mientras la interfe­rencia iba en aumento.

El soldado se sintió invadir por la furia. Acosado, prácticamente solo y condenado a muerte. Morir. Morir no era algo que figurara en sus planes: Le había prometido a su hermano menor que irían a pasear a la playa.

—¡...nosotros...! —alcanzó a traslucirse por la interferencia y luego nada más.

Y allí estaban: cuatro estrellas zigzagueantes que avanzaban entre las construcciones semi hundidas de la base, emitiendo ondas electro‑calóricas que fundían los metales. Arrojó media docena de proyectiles en parábola y disparó su rifle; luego, dio un salto de treinta metros hacia la derecha. Milagrosamente eliminó a tres enemigos y el cuarto desapareció en dirección desconocida. Apenas tuvo tiempo de asombrarse ante esto cuando un navío púrpura de extraño diseño se aproximó al lu­gar. Arístides saltó hacia una bodega cercana mientras disparaba al vehículo; empero sabía que de esa cosa nadie se escapaba.

—¡Malditos!— gritó cuando las construcciones a su alrededor co­menzaron a fundirse.

Pronto un destello lo encegueció y —antes de perder la conciencia— disparó todos los proyectiles que le quedaban.

"Perdóname, hermano" fue su último pensamiento.


* * * * * * * * * * * * * * * * * * * *


David sintió primero la brisa en su rostro y luego la conciencia volvió a él paulatinamente. Había un aroma de flores (¿rosas, violetas, petunias?) que no lograba distinguir y —sin embargo— le pareció in­trascendente, ¿por qué? Oh, sí, se dijo, lo único que debería inhalar sería el vacío, la nada a la que había sido expulsado. De pronto, lo recordó todo y se dio el trabajo de abrir los párpados con lentitud. Sus ojos, entonces, dedicáronse a recorrer el paisaje detenidamente.

Al frente, una pradera se extendía hasta tocar un no muy lejano mar de aguas azuladas. A los costados, numerosas flores se elevaban entre una hierba y juntas daban la apariencia de un bien cuidado jardín. Por encima, unas nubes flotaban perezosas sobre un cielo azul y de vez en cuando tapaban al sol.

Se incorporó hasta quedar sentado y con las manos acarició la hier­ba mientras miles de preguntas poblaban su mente.

Para Arístides, en cambio, el despertar fue brusco y se incorporó de inmediato, hundiendo las manos profundamente en la hierba. Con la respiración agitada observó el paisaje y descubrió a su izquierda a un hombre desconocido.

—¿Qué...? —empezó a inquirir y se calló.

David lo miró con sorpresa (¿estaba el otro allí antes o había sur­gido de la nada?) y antes de replicar algo una voz a sus espaldas di­jo:

—Hola.

Ambos se voltearon y vieron una mujer de aproximadamente cincuenta años, estatura mediana, pelo negro y rasgos ligeramente orientales de pie, sonriendo con moderación y vestida de manera informal.

—¿Y tus alas? —inquirió David y ella sonrió con ¿amargura?

—No, amigo —afirmó—. Aquí no hay nada de eso.

Ella caminó hasta situarse entre ambos, se sentó en la hierba con las piernas cruzadas y dijo:

—Tóquenme.
Arístides y Daniel se miraron un instante antes de obedecer. El soldado temió que su mano atravesara el cuerpo mas, para su asombro, no fue así; en cambio, cogió un brazo de carne y hueso.

—¿Entonces? —preguntó Daniel.

—Parece real —opinó Arístides.

—Sí, pero no lo es —dijo la mujer—. En verdad todo esto es tan real como nosotros queramos. —Al verlos confundidos añadió—: Vamos por partes. Primero, me llamo Cintia Lee, tengo 58 años y soy nativa de Europa, Júpiter. Segundo, no estamos muertos... aunque a veces lo desearía.

—¿Entonces? —volvió a preguntar Daniel.

—Somos... prisioneros del enemigo.

—¿Qué? —inquirió Arístides, poniéndose en pie—. ¿Todo esto es nuestra cárcel?

—Sí, aunque materialmente no existe. —Inhaló aire y continuó—: Vuelve a sentarte y prepárate para ver la verdad. —El joven lo hizo—. Por favor, mantengan la calma y traten de serenarse.

Ella les señaló al frente y una imagen cuadrada de dos metros les mostró un cerebro flotando en un líquido rosado; del cerebro partían finísimos hilos plateados que se perdían hacia arriba.

—Madre mía —murmuró Daniel y se tapó la cara con las manos mien­tras Arístides observaba boquiabierto la escena.

—Eso somos nosotros —explicó la mujer—. Nos extrajeron el cere­bro y lo colocaron en un líquido nutriente para luego conectarle esos cables que nos brindan las sensaciones que ahora percibimos. Es algo complejísimo y que supera ampliamente todos nuestros ambientes de rea­lidad virtual. Como ven, no podemos huir ni movernos de ninguna mane­ra.

—Pero... pero... ¿por qué? —preguntó Arístides.

—Porque necesitan nuestra capacidad de razonamiento; ahora forma­mos parte de la "computadora" de su nave, un organismo compuesto de múltiples cerebros vivos. —Los dos hombres guardaron silencio—. En realidad, hacen uso de nuestra parte cognoscitiva inconsciente, nues­tra capacidad de cómputo permanente que realiza el cerebro.

"Ustedes fueron seleccionados (igual que yo) por el alto grado de desarrollo de su instinto de supervivencia, es decir, porque quieren vivir a casi cualquier costo".

Durante varios segundos nadie habló, hasta que por fin Arístides preguntó:

—¿Y... cómo supieron eso?

—Las "estrellas" no eran solamente armas a control remoto, sino que sofisticados detectores de actividades cerebrales. Saben captar las diversas emociones humanas y, sobre la base de esta muestra, determinan quiénes son buenos candidatos y quiénes no.

—Espera, espera —pidió David con el rostro menos congestionado ya—. ¿Con qué fin hacen esto? Quiero decir, ¿acaso no pueden fabricar computadores para hacer sus cálculos?

—Pues... en eso nos diferenciamos psicológicamente. Desde hace mi­lenios están acostumbrados a pensar por si mismos, ya que sus dotes intelectuales son enormes, quizás superiores a las de nuestros compu­tadores. Además, existe en ellos un cierto afán de aventura, de descu­brir sus límites y la guerra los ayuda, así como ayuda a la búsqueda de nuevos cerebros biológicos.

—¿Me vas a decir que toda esta guerra fue sólo para conseguir ce­rebros? —inquirió Arístides con furia.

—En gran parte sí, porque nosotros al igual que ellos soltamos lo mejor y lo peor cuando estamos entre la espada y la pared. Esto lo descubrieron luego de estudiar a los primeros cautivos humanos.

Arístides y David cruzaron miradas de rabia y desesperación en tanto que la mujer permanecía sosegada.

—Quisiera saber —dijo David— cuánto tiempo más va a durar esta cacería de cerebros.

—Me han dicho que algunos meses y luego abandonarán el espacio hu­mano.

David miró a Cintia y luego al mar para después posar los ojos en la hierba. Con mucho pesar dijo:

—Y de ahora a la eternidad permaneceremos encerrados dentro de no­sotros mismos. —Se rió con desgano—. Todo gracias a nuestro instinto de supervivencia. —Meditó unos instantes—. ¿Y cómo están seguros de que vamos a servirles bien y no nos dejaremos abatir?

—Lo saben, créeme.

—Pero yo no siento nada extraño —dijo Arístides—. Tampoco veo cifras desfilar ante mis ojos.

—Por supuesto que no —exclamó la mujer—. ¿Olvidas que la mayor parte de nuestra capacidad cerebral no sabemos utilizarla? Es ahí don­de operan y no sentiremos casi nada..., excepto cuando hay algún pro­blema grave y nos invade un embotamiento y mareo.

David se puso de pie e inhaló profundamente antes de preguntar:

—¿Para qué todo esto? ¿Qué sentido tiene si somos prisioneros? ¿No podrían tenernos inconscientes simplemente?

—Sí; pero operamos mejor cuando estamos... "despiertos". —Señaló alrededor—. Aquí tenemos absoluta libertad; podemos crear lo que se nos ocurra y sin restricciones: desde una cabaña en el campo hasta un planeta futurista, pasando por viajes de placer, orgías sexuales, gue­rras, bailes y discusiones filosóficas.

—Cuesta creerlo —opinó David.

—Pienso lo mismo —apoyó Arístides.

—Hay un hombre en otra nave que ha recreado la primera guerra mun­dial y ahora está en medio de la segunda; otro realizó "El señor de los anillos" más de diez veces con diferentes variaciones en la histo­ria. Yo misma lo ayudé en cierta ocasión. ¿Me imaginan con armadura y espada luchando contra demonios? Pues bien, así fue y no puedo negar que me divertí mucho. —Al verlos apesadumbrados añadió—: Vamos, piénsenlo y asimílenlo despacio, ya que no tenemos alternativa.

Una cabaña que no desentonaba con el paisaje se materializó detrás de la mujer. La puerta estaba abierta y a través de ella pudieron di­visar un comedor con la mesa servida; un mayordomo y una mucama le da­ban los últimos toques.

—Esto es casi ridículo —comentó Arístides, entrando tras Cintia.

—Sí —coincidió David— y estamos aquí mientras ellos matan a los nuestros.

Su anfitriona nada dijo y se limitó a señalarles sus lugares en la mesa y con un gesto apenas perceptible despachó a los sirvientes.

David cogió el cuchillo, jugueteando un poco para luego hacerse un corte en la palma de la mano izquierda. La sangre empezó a manar y se desparramó sobre el mantel.

—Lo sentí real —comentó.

—Hey, amigo, eso no me pareció prudente —exclamó Arístides.

—Todo puedes sentirlo real —acotó la mujer—. Más aún, puedes va­riar el grado de percepción. Luego les enseñaré.

El mayordomo trajo silenciosamente un botiquín de primeros auxilios para curarle la herida. Al cabo de unos minutos un vendaje le cubría la mano. Comieron en silencio y a desgano, sólo motivados por la pre­sencia de su anfitriona, quien parecía dispuesta a brindarle un aire de "normalidad" a la situación.

—¿Cuántos más somos aquí? —inquirió Arístides al atacar el pos­tre.

—Ocho en total; cinco humanos.

—Quisiera conocer a los otros humanos —dijo David.

—Ya lo harán. Son el profesor y la loca, aunque a ella no les re­comiendo visitarla: vive en un mundo de fantasía que fue gatillado por el... cautiverio; recién había enterrado a sus padres y hermanos. —Suspiró y una extraña chispa brilló en sus ojos—. A veces la locura es el único escape que tenemos y, en ocasiones, he llegado a creer que todo esto sólo es fruto de mi imaginación.

—Difícil es creer lo contrario —opinó Arístides.

—Pero se desvanece cuando veo afuera —afirmó Cintia.

—¿Ver afuera? —inquirió David— ¿Qué...?

—Es posible observar nuestro entorno real —contó ella—. Es una de las opciones que tenemos y no me pregunten por qué. Yo misma he presenciado un par de batallas... y deseado que nos dieran para morir.

—Eso va en contra de tu fuerte deseo de vivir —ironizó Arístides.

—Es algo pasajero —replicó la mujer—. Sé que no puedo dirigir la acción; pero mi lado negativo (o morboso) me hace pensar así.

—Esto es casi ridículo —murmuró David, imitando las palabras de Arístides. Luego, se puso de pie y caminó hasta la ventana para obser­var el paisaje; recién entonces reparó en unas lejanas montañas—. En­cerrados dentro de nosotros mismos y compartiendo nuestras... elucu­braciones inconscientes y conscientes. Dicen que no hay peor tortura que la que viene de nuestro interior... y... temo que aquí esto se convierta...

—¿En un infierno? —cortó Cintia para luego sonreír—. Oye, no seas negativo; otros ya pensamos eso antes y (salvo la loca) nada malo sucedió. ¿O acaso creen que aquí pueden morir? No, claro, porque ellos han tomado todas las medidas necesarias.

—¿Y las personas con habilidades psíquicas? —inquirió Arístides—. Cualquiera de ellos podría...

—A esos simplemente los matan —interrumpió la mujer—. No desean correr el riesgo. —Se acercó a la ventana, la abrió y pareció sabo­rear el oproboso silencio que los invadía—. Debo reconocer que son maestros en este... arte de la psiquis. Poco más de un año antes de atacarnos capturaron algunas personas de una colonia y experimentaron con sus mentes, los forzaron al límite para extraer lo más sublime y lo más nefasto de la humanidad. Así aprendieron a conocernos, tanto o mejor que nosotros mismos. Esto lo sé porque hablé con el único super­viviente de ese grupo que ahora se encuentra en otra nave.

El mozo y la criada empezaron a recoger la mesa y David sintióse entre estúpido y absurdo ante ello. Sintió ganas de abofetearlos y echarlos a patadas. Su mente era un torbellino de ideas disparatadas y no le prestó atención a lo que proseguía diciendo su anfitriona.

—Quiero descansar —dijo, interrumpiendo las palabras de Cintia.

—Los cuartos de huéspedes se encuentran arriba —dijo la mujer—. Vayan, necesitan descansar y acostumbrarse poco a poco a su nuevo es­tado.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Bueno, te comento en Sedice.. ;-)

Anónimo dijo...

Felicitaciones, de parte de tus compañeros de Manpower team.
Todos los que tenemos la capacidad de imaginar y soñar en esta vida....