14 diciembre 2005

Quiero vivir: Primer capítulo

A pedido de varias peticiones que he recibido, a continuación coloco parte del primer capítulo de la novela corta titulada "Quiero vivir", con la cual se cierra mi libro.

Gracias a todos los interesados en el tema y la semana que viene, cuando esté más desocupado de trabajo, colocaré un par de artículos que aparecieron en la revista "Quantor" de la SOCHIF.



Quiero vivir



1

David Emerson caminaba rumbo a su alojamiento cuando las alarmas se pusieron en acción y el caos se desató.

—¡Nos atacan! —gritó un hombre para luego perderse en dirección a las escaleras.

David, entonces, corrió a sus aposentos y recogió en un bolso sus escasas pertenencias. Casi al terminar los altavoces tronaron:

—¡Todos vayan a las naves de escape! —La voz sonaba frenética, casi histérica— ¡Abandonen todos la base!

Salió a toda la velocidad posible de la habitación y tropezó con varias personas en los corredores; casi chocó en una esquina con dos soldados que arrastraban una camilla con una niña herida. Perdió unos instantes observando cómo la llevaban hacia el hangar del ejército y deseó fervientemente que pudieran sacarla luego.

Una explosión sacudió el lugar y se activaron las alarmas de des­compresión.

—¡No! —exclamó al tiempo que aceleraba sus pasos.

La fuerte corriente de aire que lo azotó le indicó la cercanía del daño, pero ¿en qué parte? No tenía tiempo para averiguarlo y confió en la suerte. Las luces pestañearon unos instantes y luego volvieron.

Tenía que llegar pronto al hangar de las naves de emergencia.

—Vamos, vamos —murmuraba con el fin de darse fuerzas.

De improviso, el corredor delante de él fue cortado limpiamente, co­mo si un gran cuchillo se hubiese hundido en el metal y el suelo, quedando un enorme boquete. La atmósfera comenzó a salir en tromba, al igual que otras personas que lo precedían.

—¡No! —gritó y dio media vuelta.

El vendaval que lo jalonaba hacia atrás lo hizo trastabillar y —sujetándose de una viga— renovó sus esfuerzos para huir del sitio.

Otro hombre pasó a su lado arrastrado por la corriente y sus gritos se perdieron en el vacío.

—Vamos, vamos —murmuró al tiempo que notaba que cada vez le cos­taba más avanzar hacia adelante.

¿Para qué resistirse? Aunque lograse salir de ahí tendría que bus­car una vía alternativa para llegar al hangar y (bajo las presentes circunstancias) ello sería difícil, sino imposible. Pero no, sería de­masiado fácil, demasiado simple el dejarse llevar al olvido; la vida le era muy preciada como para desperdiciarla de esa manera. Iba a lu­char con todo lo que le dieran sus fuerzas. A pesar de las adversida­des de la vida, a pesar de que su esposa lo hubiera dejado por ese abogado ladrón, a pesar de que su futuro laboral no estuviese claro.

El corredor fue sacudido por otra explosión que amplió el boquete anterior. David vio con desesperación cómo sus dedos se desprendían de la viga que asía y poco después era absorbido por el vacío. Se golpeó contra el techo antes de ser expelido y alcanzó a ver las es­trellas girar a su alrededor al tiempo que sentíase asfixiarse. Luego, un manto negro se abatió sobre sus ojos.


Arístides Segura estaba haciendo un chequeo electrónico de su traje cuando las alarmas sonaron. Canceló la operación de inmediato y al co­locarse el casco escuchó en la frecuencia militar:

—Compañías primera a la cuarta: aseguren en perímetro; las demás protejan a los civiles.

La suya era la segunda compañía y se dirigió a la salida más cerca­na. Accionó con prontitud la escotilla y se encaró a la desnuda super­ficie del planetoide. A simple vista nada acontecía, excepto un par de "géiseres" que señalaban las perforaciones de la base.

—Dinko, Peter, Nadia, ¿me oyen? —preguntó con la esperanza de ob­tener respuesta, mas fue en vano.

No perdió tiempo en tratar de contactar con sus compañeros, ya que sólo por casualidad él se encontraba con el traje puesto; los demás debían estar cerca de la bodega. Al menos estaba en condiciones de pe­lear, se dijo.

Una especie de estrella de mar desfigurada salió de entre las cer­canas colinas y se deslizó con movimientos erráticos entre las ante­nas. Arístides apuntó su rifle con firmeza porque sabía que solamente tenía una oportunidad de acertar. La estrella se desgarró bajo el fue­go láser y rebotó varias veces en el suelo antes de quedar inmóvil.

—Bueno tiro —felicitó una voz que reconoció como la del cabo Atu­cha—. Mi computadora los detecta cerca de la cúpula...

Un violento destello interrumpió sus palabras. Al girar vieron la mencionada construcción (sita a medio kilómetro de distancia) saltar por los aires, desgarrada por una explosión que murió instantes más tarde al no tener ya oxígeno en que arder.

—¡Hay enemigos en la pista dos! —gritó alguien.

—¿Primer pelotón? —inquirió el cabo y no obtuvo respuesta.
—Mi pantalla sólo tiene interferencia —señaló Arístides y, con desgano, añadió—: Nos están bloqueando.

Segura accionó los motores del traje y se aproximó a unas rocas pa­ra utilizarlas de parapeto. Maldijo esa lucha en el vacío, sin atmós­fera y sin comunicaciones con sus compañeros.

—Creo que nos llegó la hora —comentó el cabo mientras la interfe­rencia iba en aumento.

El soldado se sintió invadir por la furia. Acosado, prácticamente solo y condenado a muerte. Morir. Morir no era algo que figurara en sus planes: Le había prometido a su hermano menor que irían a pasear a la playa.

—¡...nosotros...! —alcanzó a traslucirse por la interferencia y luego nada más.

Y allí estaban: cuatro estrellas zigzagueantes que avanzaban entre las construcciones semi hundidas de la base, emitiendo ondas electro‑calóricas que fundían los metales. Arrojó media docena de proyectiles en parábola y disparó su rifle; luego, dio un salto de treinta metros hacia la derecha. Milagrosamente eliminó a tres enemigos y el cuarto desapareció en dirección desconocida. Apenas tuvo tiempo de asombrarse ante esto cuando un navío púrpura de extraño diseño se aproximó al lu­gar. Arístides saltó hacia una bodega cercana mientras disparaba al vehículo; empero sabía que de esa cosa nadie se escapaba.

—¡Malditos!— gritó cuando las construcciones a su alrededor co­menzaron a fundirse.

Pronto un destello lo encegueció y —antes de perder la conciencia— disparó todos los proyectiles que le quedaban.

"Perdóname, hermano" fue su último pensamiento.


* * * * * * * * * * * * * * * * * * * *


David sintió primero la brisa en su rostro y luego la conciencia volvió a él paulatinamente. Había un aroma de flores (¿rosas, violetas, petunias?) que no lograba distinguir y —sin embargo— le pareció in­trascendente, ¿por qué? Oh, sí, se dijo, lo único que debería inhalar sería el vacío, la nada a la que había sido expulsado. De pronto, lo recordó todo y se dio el trabajo de abrir los párpados con lentitud. Sus ojos, entonces, dedicáronse a recorrer el paisaje detenidamente.

Al frente, una pradera se extendía hasta tocar un no muy lejano mar de aguas azuladas. A los costados, numerosas flores se elevaban entre una hierba y juntas daban la apariencia de un bien cuidado jardín. Por encima, unas nubes flotaban perezosas sobre un cielo azul y de vez en cuando tapaban al sol.

Se incorporó hasta quedar sentado y con las manos acarició la hier­ba mientras miles de preguntas poblaban su mente.

Para Arístides, en cambio, el despertar fue brusco y se incorporó de inmediato, hundiendo las manos profundamente en la hierba. Con la respiración agitada observó el paisaje y descubrió a su izquierda a un hombre desconocido.

—¿Qué...? —empezó a inquirir y se calló.

David lo miró con sorpresa (¿estaba el otro allí antes o había sur­gido de la nada?) y antes de replicar algo una voz a sus espaldas di­jo:

—Hola.

Ambos se voltearon y vieron una mujer de aproximadamente cincuenta años, estatura mediana, pelo negro y rasgos ligeramente orientales de pie, sonriendo con moderación y vestida de manera informal.

—¿Y tus alas? —inquirió David y ella sonrió con ¿amargura?

—No, amigo —afirmó—. Aquí no hay nada de eso.

Ella caminó hasta situarse entre ambos, se sentó en la hierba con las piernas cruzadas y dijo:

—Tóquenme.
Arístides y Daniel se miraron un instante antes de obedecer. El soldado temió que su mano atravesara el cuerpo mas, para su asombro, no fue así; en cambio, cogió un brazo de carne y hueso.

—¿Entonces? —preguntó Daniel.

—Parece real —opinó Arístides.

—Sí, pero no lo es —dijo la mujer—. En verdad todo esto es tan real como nosotros queramos. —Al verlos confundidos añadió—: Vamos por partes. Primero, me llamo Cintia Lee, tengo 58 años y soy nativa de Europa, Júpiter. Segundo, no estamos muertos... aunque a veces lo desearía.

—¿Entonces? —volvió a preguntar Daniel.

—Somos... prisioneros del enemigo.

—¿Qué? —inquirió Arístides, poniéndose en pie—. ¿Todo esto es nuestra cárcel?

—Sí, aunque materialmente no existe. —Inhaló aire y continuó—: Vuelve a sentarte y prepárate para ver la verdad. —El joven lo hizo—. Por favor, mantengan la calma y traten de serenarse.

Ella les señaló al frente y una imagen cuadrada de dos metros les mostró un cerebro flotando en un líquido rosado; del cerebro partían finísimos hilos plateados que se perdían hacia arriba.

—Madre mía —murmuró Daniel y se tapó la cara con las manos mien­tras Arístides observaba boquiabierto la escena.

—Eso somos nosotros —explicó la mujer—. Nos extrajeron el cere­bro y lo colocaron en un líquido nutriente para luego conectarle esos cables que nos brindan las sensaciones que ahora percibimos. Es algo complejísimo y que supera ampliamente todos nuestros ambientes de rea­lidad virtual. Como ven, no podemos huir ni movernos de ninguna mane­ra.

—Pero... pero... ¿por qué? —preguntó Arístides.

—Porque necesitan nuestra capacidad de razonamiento; ahora forma­mos parte de la "computadora" de su nave, un organismo compuesto de múltiples cerebros vivos. —Los dos hombres guardaron silencio—. En realidad, hacen uso de nuestra parte cognoscitiva inconsciente, nues­tra capacidad de cómputo permanente que realiza el cerebro.

"Ustedes fueron seleccionados (igual que yo) por el alto grado de desarrollo de su instinto de supervivencia, es decir, porque quieren vivir a casi cualquier costo".

Durante varios segundos nadie habló, hasta que por fin Arístides preguntó:

—¿Y... cómo supieron eso?

—Las "estrellas" no eran solamente armas a control remoto, sino que sofisticados detectores de actividades cerebrales. Saben captar las diversas emociones humanas y, sobre la base de esta muestra, determinan quiénes son buenos candidatos y quiénes no.

—Espera, espera —pidió David con el rostro menos congestionado ya—. ¿Con qué fin hacen esto? Quiero decir, ¿acaso no pueden fabricar computadores para hacer sus cálculos?

—Pues... en eso nos diferenciamos psicológicamente. Desde hace mi­lenios están acostumbrados a pensar por si mismos, ya que sus dotes intelectuales son enormes, quizás superiores a las de nuestros compu­tadores. Además, existe en ellos un cierto afán de aventura, de descu­brir sus límites y la guerra los ayuda, así como ayuda a la búsqueda de nuevos cerebros biológicos.

—¿Me vas a decir que toda esta guerra fue sólo para conseguir ce­rebros? —inquirió Arístides con furia.

—En gran parte sí, porque nosotros al igual que ellos soltamos lo mejor y lo peor cuando estamos entre la espada y la pared. Esto lo descubrieron luego de estudiar a los primeros cautivos humanos.

Arístides y David cruzaron miradas de rabia y desesperación en tanto que la mujer permanecía sosegada.

—Quisiera saber —dijo David— cuánto tiempo más va a durar esta cacería de cerebros.

—Me han dicho que algunos meses y luego abandonarán el espacio hu­mano.

David miró a Cintia y luego al mar para después posar los ojos en la hierba. Con mucho pesar dijo:

—Y de ahora a la eternidad permaneceremos encerrados dentro de no­sotros mismos. —Se rió con desgano—. Todo gracias a nuestro instinto de supervivencia. —Meditó unos instantes—. ¿Y cómo están seguros de que vamos a servirles bien y no nos dejaremos abatir?

—Lo saben, créeme.

—Pero yo no siento nada extraño —dijo Arístides—. Tampoco veo cifras desfilar ante mis ojos.

—Por supuesto que no —exclamó la mujer—. ¿Olvidas que la mayor parte de nuestra capacidad cerebral no sabemos utilizarla? Es ahí don­de operan y no sentiremos casi nada..., excepto cuando hay algún pro­blema grave y nos invade un embotamiento y mareo.

David se puso de pie e inhaló profundamente antes de preguntar:

—¿Para qué todo esto? ¿Qué sentido tiene si somos prisioneros? ¿No podrían tenernos inconscientes simplemente?

—Sí; pero operamos mejor cuando estamos... "despiertos". —Señaló alrededor—. Aquí tenemos absoluta libertad; podemos crear lo que se nos ocurra y sin restricciones: desde una cabaña en el campo hasta un planeta futurista, pasando por viajes de placer, orgías sexuales, gue­rras, bailes y discusiones filosóficas.

—Cuesta creerlo —opinó David.

—Pienso lo mismo —apoyó Arístides.

—Hay un hombre en otra nave que ha recreado la primera guerra mun­dial y ahora está en medio de la segunda; otro realizó "El señor de los anillos" más de diez veces con diferentes variaciones en la histo­ria. Yo misma lo ayudé en cierta ocasión. ¿Me imaginan con armadura y espada luchando contra demonios? Pues bien, así fue y no puedo negar que me divertí mucho. —Al verlos apesadumbrados añadió—: Vamos, piénsenlo y asimílenlo despacio, ya que no tenemos alternativa.

Una cabaña que no desentonaba con el paisaje se materializó detrás de la mujer. La puerta estaba abierta y a través de ella pudieron di­visar un comedor con la mesa servida; un mayordomo y una mucama le da­ban los últimos toques.

—Esto es casi ridículo —comentó Arístides, entrando tras Cintia.

—Sí —coincidió David— y estamos aquí mientras ellos matan a los nuestros.

Su anfitriona nada dijo y se limitó a señalarles sus lugares en la mesa y con un gesto apenas perceptible despachó a los sirvientes.

David cogió el cuchillo, jugueteando un poco para luego hacerse un corte en la palma de la mano izquierda. La sangre empezó a manar y se desparramó sobre el mantel.

—Lo sentí real —comentó.

—Hey, amigo, eso no me pareció prudente —exclamó Arístides.

—Todo puedes sentirlo real —acotó la mujer—. Más aún, puedes va­riar el grado de percepción. Luego les enseñaré.

El mayordomo trajo silenciosamente un botiquín de primeros auxilios para curarle la herida. Al cabo de unos minutos un vendaje le cubría la mano. Comieron en silencio y a desgano, sólo motivados por la pre­sencia de su anfitriona, quien parecía dispuesta a brindarle un aire de "normalidad" a la situación.

—¿Cuántos más somos aquí? —inquirió Arístides al atacar el pos­tre.

—Ocho en total; cinco humanos.

—Quisiera conocer a los otros humanos —dijo David.

—Ya lo harán. Son el profesor y la loca, aunque a ella no les re­comiendo visitarla: vive en un mundo de fantasía que fue gatillado por el... cautiverio; recién había enterrado a sus padres y hermanos. —Suspiró y una extraña chispa brilló en sus ojos—. A veces la locura es el único escape que tenemos y, en ocasiones, he llegado a creer que todo esto sólo es fruto de mi imaginación.

—Difícil es creer lo contrario —opinó Arístides.

—Pero se desvanece cuando veo afuera —afirmó Cintia.

—¿Ver afuera? —inquirió David— ¿Qué...?

—Es posible observar nuestro entorno real —contó ella—. Es una de las opciones que tenemos y no me pregunten por qué. Yo misma he presenciado un par de batallas... y deseado que nos dieran para morir.

—Eso va en contra de tu fuerte deseo de vivir —ironizó Arístides.

—Es algo pasajero —replicó la mujer—. Sé que no puedo dirigir la acción; pero mi lado negativo (o morboso) me hace pensar así.

—Esto es casi ridículo —murmuró David, imitando las palabras de Arístides. Luego, se puso de pie y caminó hasta la ventana para obser­var el paisaje; recién entonces reparó en unas lejanas montañas—. En­cerrados dentro de nosotros mismos y compartiendo nuestras... elucu­braciones inconscientes y conscientes. Dicen que no hay peor tortura que la que viene de nuestro interior... y... temo que aquí esto se convierta...

—¿En un infierno? —cortó Cintia para luego sonreír—. Oye, no seas negativo; otros ya pensamos eso antes y (salvo la loca) nada malo sucedió. ¿O acaso creen que aquí pueden morir? No, claro, porque ellos han tomado todas las medidas necesarias.

—¿Y las personas con habilidades psíquicas? —inquirió Arístides—. Cualquiera de ellos podría...

—A esos simplemente los matan —interrumpió la mujer—. No desean correr el riesgo. —Se acercó a la ventana, la abrió y pareció sabo­rear el oproboso silencio que los invadía—. Debo reconocer que son maestros en este... arte de la psiquis. Poco más de un año antes de atacarnos capturaron algunas personas de una colonia y experimentaron con sus mentes, los forzaron al límite para extraer lo más sublime y lo más nefasto de la humanidad. Así aprendieron a conocernos, tanto o mejor que nosotros mismos. Esto lo sé porque hablé con el único super­viviente de ese grupo que ahora se encuentra en otra nave.

El mozo y la criada empezaron a recoger la mesa y David sintióse entre estúpido y absurdo ante ello. Sintió ganas de abofetearlos y echarlos a patadas. Su mente era un torbellino de ideas disparatadas y no le prestó atención a lo que proseguía diciendo su anfitriona.

—Quiero descansar —dijo, interrumpiendo las palabras de Cintia.

—Los cuartos de huéspedes se encuentran arriba —dijo la mujer—. Vayan, necesitan descansar y acostumbrarse poco a poco a su nuevo es­tado.

04 diciembre 2005

Libro: Bajo un sol negro


Esta es mi primera aventura editorial. Se trata de un libro que contiene cinco relatos y una novela corta. Algunos de los relatos se encuentran en este blog y son libres de colocar sus comentarios sobre ellos.

Desde niño me he sentido motivado por el tema y hace poco más de dos décadas empecé a escribir historias a modo de entretención. Nunca lo hice en forma constante (una página hoy, otra la semana que viene y otra al mes siguiente). Con el paso del tiempo y las buenas críticas de Carlos Raúl Sepúlveda (que es Presidente de la Sociedad Chilena de Fantasía y Ciencia-Ficción, SOCHIF) me decidí a emprender esta aventura literaria que vio la luz pública a principios de este mes.

Las historias abarcan diversas temáticas, desde vampiros hasta extraterrestres. El libro recopila trabajos escritos en el último lustro y pretendo algún día publicar otras ideas que tengo de años anteriores, pero primero debo revisarlas para corregir esos errores que a uno se le escapan por no tratar los temas con la debida seriedad. Ganas de seguir adelante tengo, no les quepan dudas, y me encuentro empeñado en sacar otro libro aunque éste sea un fracaso de ventas (soy porfiado, qué le vamos a hacer). No pretendo hacerme millonario ni famoso, sino escribir por el gusto de escribir y saber que a algunas personas les gustan mis ideas.

El libro tiene un valor de dos mil quinientos pesos y la edición es pequeña: sólo 100 ejemplares para probar suerte.

Quienes estén interesados pueden hacerme llegar un e-mail a mi correo:

renderchile@yahoo.com

Aquí va una pequeña biografía de mi persona:

Nacido el 19 de noviembre de 1965 en Santiago, de profesión Técnico Analista de Sistemas y Programador.

Lector y estudioso de la ciencia-ficción desde los 8 años de edad y es un devorador incansable de libros. Ha trabajado como Programador y Administrativo en diversos empleos y, actualmente, se desempeña como Digitador para la empresa Manpower.
Comparte el tiempo libre entre su familia, sus amigos y sus hobbies: la animación 3D, la edición digital de audio y video y, por supuesto, la escritura. Participa en foros en Internet sobre el tema (http://www.sedice.com/) y trata de estar al día en el género leyendo las obras de autores norteamericanos no traducidos al español. Ha colocado relatos en el sitio de ciencia-ficción "NGC 3660" http://www.ccapitalia.net/ngc/ y se mantiene en contacto con la administradora del sitio (que también escribe).

Es un incansable entusiasta del género que se ha topado con la indiferencia y, peor aún, con el desprecio de la corriente “realista” o “normalista” de nuestra sociedad. Sabe que la ciencia-ficción es mucho más que batallas espaciales, invasiones alienígenas o realidades virtuales y trata de entregar su mensaje a quienes estén dispuesto a escucharlo (que lamentablemente son pocos). Anhela el día en que las obras de Clarke, Heinlein y Asimov (por nombrar algunos) se vendan junto a las de Cortázar, Neruda, Barrios, Castaneda y otros, saliendo así del agujero cultural en que se encuentran hoy en día.


Teobaldo Mercado Pomar

Relato: Lamentos



NOTA: Este relato aparecerá en el libro "AÑOS LUZ, Mapa Estelar de la Ciencia Ficción en Chile", de el poeta y académico porteño Marcelo Novoa, que verá la luz en diciembre.
PUERTA ESTACIÓN MAPOCHO


Las barricadas con sus alambradas obstaculizaban el acceso al puente, impidiendo el paso desde o hacia Independencia. Gruesos pilares de concreto yacían esparcidos en los primeros metros de la avenida. Y por toda la ribera norte del río Mapocho se extendía una cerca alambrada. A intervalos regulares de dicha ribera había casetas fortificadas y constantemente hombres y perros recorrían el sitio.

Un destacamento fuertemente armado del Ejército y Carabineros montaba guardia en el puente. Su centro de operaciones era el antiguo Cuartel de Investigaciones situado a la entrada de Independencia.

Más allá del puente, en lo que antaño fue conocido como el centro de Santiago, los edificios permanecían grises y solitarios, muchos de ellos con varios vidrios rotos. Las calles estaban atestadas de basura y escombros. El polvo reinaba en las fachadas y el interior de las antiguamente concurridas tiendas. El abandono era total, con excepción de una que otra ave que —tras una corta estadía — reemprendía el vuelo.

Del otro lado, las casas más próximas al río estaban en su mayoría deshabitadas, pues la siniestra fama del sector cercado alejaba a cualquier probable propietario.

El soldado de guardia hacía varios minutos que había dejado de hablar con su compañero. Casi siempre era así, porque la depresiva vista todavía calaba hondo en quienes permanecían en ese sitio. Golpeteó con nerviosismo el cañón de su fusil de asalto y fue en ese instante que distinguió una pequeña figura moviéndose en Bandera. Aguzó la vista y descubrió que era un can, ante lo cual exclamó:

—¡Mira, Daniel!

Conforme el cuadrúpedo se aproximaba al puente, los hombres pudieron distinguirlo con mayor detalle. El animal caminaba jadeante, como si hubiese corrido varios kilómetros persiguiendo o huyendo de algo.

—Es de Carabineros —notó Daniel al ver el grueso collar. Llegado a la mitad del puente, el perro se detuvo y olfateó el aire para luego mirar hacia atrás. Lamió sus patas delanteras.

—Cristóbal, ¿qué le pasa? —inquirió Daniel.

Pero antes que su compañero pudiese responder, el perro volvió a emprender la ahora notoriamente penosa caminata.

—¡Mi cabo, un perro de los pacos! —exclamó Daniel a viva voz y un uniformado que conversaba con otros tres se aproximó a ellos.

—¿Qué cosa? —preguntó el cabo y el perro se detuvo frente a la valla y comenzó a gemir.

Con prontitud los hombres levantaron la valla y el perro llegó hasta ellos, refregándose contra las piernas de Cristóbal y gimiendo lastimeramente. La piedad se apoderó de los hombres y entre todos trataron de calmarlo.

—¿Y esto? —preguntó Daniel al tiempo que extraía unos papeles cuidadosamente doblados sobre el collar, atados a éste con una pitilla.

—Alguien lo puso ahí —notó el cabo y recibió las hojas de manos del joven. Comenzó a desdoblarlas con cuidado.

Al acabar el sargento su labor, otro uniformado se les acercó.

—¿Qué tiene ahí, sargento?

—Lo trajo el perro, mi capitán —explicó el hombre. Hojeó los papeles—. Están escritos a mano y firmados por... Fernando Sanhueza. —Miró a su superior—. Es el geólogo de la última expedición. Lo vimos en las noticias de antenoche.

El capitán cogió las hojas y luego se las tendió a Cristóbal diciéndole:

—Léalas; usted es bueno para eso.

El joven sonrió un poco, pues su superior hacía alusión a una corta carrera como jefe de campaña del candidato de su partido en las pasadas elecciones presidenciales. Olvidó eso, que estaba enterrado como muchas otras cosas desde el día en que tuvieron que cerrar el centro, y comentó:

—La letra es irregular; quizás estaba nervioso o apurado. Aunque... —observó todas las hojas y guardó silencio.

—¿Aunque? —inquirió el capitán.

—No sé; pero da la idea de que fueron varios los que escribieron esto. Le mostró las dos primeras hojas—. Mire, la letra es distinta y en varios puntos se hace irregular.

El oficial siguió con la mirada la extraña escritura, luego de lo cual el joven procedió a leer:

"Santiago, 18 de abril. Maldito el día en que vine. Maldito el día en que tuve que despedirme de mi esposa e hijos. Malditos sean los yanquis por derribar la nave extraterrestre. Maldita sea la casualidad que la arrojó sobre Santiago. Maldito el día en que nací.

Dicen que la vida es un infierno y creo que tienen razón.

¡¿Claro que la tienen?!

¡Dioses!, no sé si es la locura o la alegría de sentirme tocado por la gracia divina lo que me guía en estos instantes. Sé tan poco de lo que sabía antes que no sé si los que lean esto puedan entenderme. Ahora sé que no fue casualidad...

No, hay que ser precisos. Veamos lo primero.

Fue hace 48 horas, el 16 de abril, que traspasamos la Puerta Plaza Baquedano. Éramos ocho en total (pero esto ustedes lo saben; seguro que lo vieron por televisión, así como se vieron todos los otros grupos que nos precedieron). Llegamos hasta el edificio Diego Portales sin dificultades. Teníamos los aditamentos standard: Agua, comida, armas y municiones, equipo de radio (inservible a poco de atravesar el Diego Portales), cámaras fotográficas, binoculares, etcétera.

Marcos demostró los primeros síntomas de presión, a pesar de que se decía era el de más sangre fría del grupo. Yo me puse nervioso entonces... Tal vez era un presagio de lo que venía.

El cielo se nubló de improviso. Todos lo habíamos visto en las filmaciones de TV; pero verlo en persona para luego ser empapados por la lluvia es muy distinto. Nada más caer el agua comenzamos a percibir una extraña sensación. Algo iba a decir Javier cuando la lluvia se acabó. Seguimos por la ladera del cerro Santa Lucía. Evitamos avanzar al descubierto por precaución. Frente a la Biblioteca Nacional hicimos un pequeño alto junto al vehículo blindado del ejército que se estrelló contra el microbús el primer día de la "semana de la locura". Todavía me acuerdo de esos días: La gente enloquecida corriendo a ciegas por las calles, unos saltando, otros gritando, todos sin rumbo fijo. Y los lamentos, oh, sí, los lamentos. Y ahora, frente a la Biblioteca, oímos por primera vez uno de ellos.

Alberto se puso a temblar, pero mantuvo la calma. Javier y Marcos se apretujaron contra un automóvil, como buscando protección. Cristián, Ximena y Carolina fueron más prácticos y trataron de averiguar la dirección de donde provenía el lamento. Usaron sus binoculares y se dijeron cosas que no escuché... porque el lamento tocaba algo dentro de mí. ¡Lo disfruté! Mis compañeros estaban asustados o intrigados, pero yo... estaba maravillado.

Eso fue solamente el comienzo.

Nos metimos por Mac-Iver hasta Agustinas y —como se hacía de noche— entramos a un edificio. Encontramos un departamento con espacio suficiente y nos tendimos allí. Noté que Carolina me miraba unos instantes con aire interrogador y después se acercaba a una ventana. (Sí, ella se dio cuenta desde un principio que algo me sucedía. De todos nosotros, esa mujer era la más lista y, por qué no decirlo, hacía una buena pareja con Cristián).

¡Qué noche!

Estuvimos mirando hacia la calle y conversando en voz baja, como si temiésemos que alguien nos escuchase. A eso de la una de la madrugada empezamos a tratar de dormir. Pero antes de media hora escuchamos un lamento.

¿Qué tienen esos lamentos? Es algo que muchos se han preguntado. No son los lamentos de un hombre atormentado, ni los de una bestia dolida; no son nada de eso. Es como una vibración, un latido al compás de un ritmo desconocido. No sé por qué les dicen lamentos. Nadie pudo dormir con tranquilidad, pues los lamentos —a falta de una descripción mejor los seguiré llamando de esta manera— se sucedieron a intervalos irregulares. Esto me hacía sentir como un intruso en un mundo sagrado. Y a pesar de que no dormí ni un solo instante, al día siguiente estaba fresco como lechuga.

Un momento, falta narrar el incidente de la noche.

Alrededor de las tres y cuarto, un poco más quizás, se escuchó otro lamento y después varios disparos nos hicieron saltar de los sacos de dormir. De inmediato echamos de menos a Marcos y salimos del departamento dispuestos a encontrarlo. No fue difícil, ya que el muy idiota se había tropezado en las escaleras y rodado abajo partiéndose el cuello. Los tiros eran de su rifle y en los muros había varios impactos de bala.

—Tuvo miedo —afirmó Ximena al ver los ojos todavía abiertos del hombre.

—¿De qué? —pregunté con poco ánimo.

—Cuando escuchamos el segundo lamento lo vi revolverse en su saco —recordó Cristián.

—Estaba muerto de nervios —dijo Alberto—. Llámenlo locura temporal o algo por el estilo. No es primera vez que pasa.

—Pasó en la semana esa —rememoró Carolina y de nuevo me miró.

Ah, qué mujer tan perceptiva era esa. Sentía que sus ojos me penetraban como taladros y, a medida que pasaba el tiempo, fui adquiriendo la capacidad de entender los pensamientos de los demás a través de su mirada. Esto, poco a poco, me iba distanciando de ellos, me iba haciendo diferente.

Y todo gracias a los lamentos.

Cada nuevo lamento producía un pequeño cambio en mi interior. Cada vez me adentraba más y más en algo nuevo y sublime que no podía precisar. ¿Amor? ¿Odio? ¿Esperanza? ¿Deseo? ¿Decepción? ¿Temor?

Acomodamos el cadáver de Marcos en el pasillo y volvimos al departamento. El resto de la noche no tuvo mayores incidentes.

Hacía calor cuando salimos nuevamente a la calle. Iniciamos la caminata por Agustinas. Al pasar frente al Teatro Municipal vimos los restos de un helicóptero del Ejército incrustado en la fachada del edificio. Miré ese panorama y sentí lo estúpido que había sido el mandar a esos hombres a que sobrevolaran el centro. Mierda, en ese tiempo nadie supo qué hacer: Los políticos hablaban y discutían, los militares adoptaban medidas de seguridad, los científicos hacían estudios y la gente se horrorizaba.

Oh, casi me olvido de las potencias. Ellas, grandes y pesadas como dinosaurios, trataron de calmar los ánimos. Aunque hasta el más idiota del mundo sabría que con las toneladas de dólares que generosamente —y a modo de "indemnización"— nos dieron los yanquis, nada podría suplir el grave impacto del descabezamiento del país. Por lo meno s no tuvimos ninguna revolución ni nada por el estilo, aunque poco faltó. Pero —cosa curiosa y polémica— el tener en Valparaíso el Congreso Nacional facilitó el traslado del gobierno a esa ciudad.

Me estoy desviando del tema. Me estoy... alterando".

Unas cortas y profundas líneas rasgaban el papel en ese punto. Cristóbal las saltó para poder proseguir:

"Bien. Bien.

Poco después de atravesar San Antonio, sentimos muchas voces, voces que parecían provenir de una multitud. Nos detuvimos para oírlas. Tardamos bastante tiempo en darnos cuenta de lo familiares que eran.

—Son los sonidos de la calle en un día normal —hizo notar Carolina.

Esto nos devolvió un poco la tranquilidad —aunque debiese decir que a ellos les devolvió la tranquilidad—. Pero Alberto hizo un par de tiros al aire y gritó:

—¡Basta!

Nos quedamos mirándolo. Nadie quería decir nada y, mientras tanto, los sonidos de la calle seguían a nuestro alrededor.

—Sigamos —ordenó Javier en un tono que no hacía dudar de su liderazgo.

Cosa extraña. Ninguno le reprochó la actitud a Alberto. Ya éramos un grupo distinto al que ingresó la tarde anterior; no solamente en mi se había operado el cambio (aunque mi cambio fuese distinto al de ellos).

En Estado oímos otro lamento, más fuerte que los anteriores, más profundo. Sólo nos miramos y seguimos caminando. Al acabar el lamento los sonidos de la calle se apagaron. El silencio volvió a reinar y esa cierta sensación de familiaridad que brindaban los sonidos callejeros se desvaneció, siendo reemplazada por la angustiante atmósfera del desolado centro. Era como andar por la orilla del cráter de un volcán sin saber cuándo hará erupción. O quizás debiese decir que era como sumergirse...

No, creo que nada que diga podrá describirles esa sensación; sería tan vano como hablarles de los "lamentos".

De pronto, Alberto se puso a hablar de sus recuerdos del colegio. Al principio no le dimos importancia; pero cuando empezó a maldecir a los profesores y a escupir luego de pronunciar el nombre de cada uno de ellos, nos percatamos de que algo le pasaba. Y, antes de llegar a Ahumada, Alberto pateó un kiosco de diarios.

—¿Qué te pasa? —inquirió Javier, indicándole a Ximena que permaneciese lejos de ellos.

—¡Una raza no puede! —contestó y pateó un tacho de basura.

La extraña respuesta desconcertó unos instantes a Javier, empero pronto reaccionó:

—No lo voy a discutir.

—¡Y nadie, oh, sí, nadie, lo entenderá jamás!

Llegado ese punto nos encontrábamos en pleno Paseo Ahumada con Agustinas. Formamos un pequeño semicírculo en torno al ¿descontrolado, nervioso o demente? Alberto arrojó su arma al suelo y miró hacia Alameda, al tiempo que un leve temblor recorría sus manos. Carolina se aproximó un poco y le preguntó:

—¿Sientes algo?

—El cambio —respondió con calma y, por unos instantes, pareció volver a la normalidad—. El cambio se aproxima y será inevitable. Y tendremos que dejarlos.

—Este cambio... ¿de qué tipo es?

—Nuevo, diferente.

Tras estas palabras, volvió a maldecir una serie de nombres que desconocíamos, seguramente de gente que trató en su vida, antes de gritar y largarse a correr en dirección a Alameda. Lo vimos desaparecer sin hacer nada por evitarlo. Diablos, qué extraño debe ser para los que leen esto el entenderlo; pero la diferencia es que no estuvieron acá como nosotros. Antes de entrar se decía que este sitio alteraba a la gente, la cambiaba, liberaba las locuras de la mente. Tal vez la mejor y más simple prueba de ello fue la "semana de la locura" (que es como seguramente la recordará la historia).

No volvimos a ver a nuestro camarada. Corrió hasta perderse y no nos importó. Permanecimos un largo rato en silencio. Un fuerte viento proveniente del este nos envolvió unos segundos y luego se esfumó. Cristián asió a Carolina del hombro, ella lo observó y entonces ambos parecieron relajarse un poco.

Una extraña tonalidad azul empezó a inundarlo todo, como si de niebla se tratase.

—¿Qué es esto? —preguntó Ximena.

—No lo sé —respondió Javier y miró en todas direcciones—. Cubrámonos en un pasaje, por si acaso. Nos metimos en la galería de la boletería del cine City. Desde ahí observamos ponerse todo azulado.

—Se ve bonito —comentó Cristián.

Javier trató de comunicarse por radio sin resultados.

—Por lo menos sabemos que no es radiación —consoló Carolina.

Sí y esa era una de las pocas cosas seguras en todo el asunto, pues los científicos habían descartado una fuga de radiación de la nave alienígena o una epidemia causada por algún virus desconocido. Lo que pasaba en el centro no era nada de eso.

En ese instante comprendí que los únicos que habían actuado con tino fueron los militares, ya que cercar el área era lo único razonable por hacer; más todavía si se considera la verdad.

Nuevamente descubrí a Carolina observándome en forma inquisitiva. Eludí su mirada, al igual que antes.

Aguardamos algunos minutos hasta que el fenómeno se desvaneció. Al retomar el camino por Agustinas, sentí un escalofrío. Pero esa sensación desapareció en cosa de segundos. En Bandera tuvimos que sortear un trío de microbuses que obstaculizaban la pasada. Dos de ellos estaban estrellados y volcados mientras el tercero había quedado semi atravesado en la calle. Un esqueleto que sobresalía de una de las ventanas de este último vehículo nos llamó la atención. De su cuello aún pendía una cadena con un crucifijo.

—Tu dios no te ayudó —murmuré, sin saber el porqué decía algo así. Nadie me escuchó.

A medida que continuábamos, las palabras iban muriendo en nuestros labios. Y no era por el silencio, sino por aquella atmósfera tan especial a que he hecho alusión. Era mejor así, puesto que me permitía estar a solas con mis pensamientos y mis nuevas sensaciones; podía saborearlas y analizarlas con mayor detención; podía dejarlas fluir a través de mi ser sin interrupciones; podía permitir que el cambio me transformase.

—La Moneda —anunció Javier con poco ánimo al arribar a la Plaza de la Constitución.

El césped era maleza y los árboles dejaban ver su descuido. Dejamos de lado cualquier tipo de precauciones y nos acercamos un poco al antiguo palacio de gobierno.

—Alto —dijo Javier—. No tiene caso mirar allí. Seguramente no debe ser distinto que los demás edificios.

Lo cual era muy cierto.

Cuando llegamos a la esquina de Teatinos con Agustinas, miré hacia atrás, igual que los otros, para contemplar por última vez el despejado sitio.

—Se ve extraño —comentó Cristián y noté que Carolina se acercaba a su lado. Miré a la mujer, ella me devolvió la mirada y se sonrojó un poco. Yo, por mi parte, nada dije, ¿para qué? Era obvio lo que estaba sucediendo entre ellos. Aunque (y esto es lo importante) poco o nada me importaba. Recordé lo fuertemente arraigados que están los sentimientos en el ser humano, inclusive recordé el instante en que le pedí a mi polo la que se transformara en mi esposa. Y todo eso no me pareció más que una simple curiosidad.

Ése fue el instante clave en que comprendí la naturaleza del cambio. Pura y simplemente estaba dejando de ser humano. Y lo acepté. Trato de verlo desde una óptica humana para poder darle un sentido que ustedes puedan captar, pero es difícil. Por eso es que he remarcado esa frase anterior, ya que creo que ella implica muchas cosas que no soy capaz de describir.

Los seres humanos son muchas cosas: ideas abstractas, emociones reprimidas, deseos concebidos, cariños inconexos... y una mota en el universo. Forman parte del desorden que compone al cosmos y se atienen a las leyes de la naturaleza que lo rigen.

¿Qué estoy diciendo? Es mi espíritu, mi transformado espíritu, el que me dicta esa clase de cosas. Debo retomar el hilo de lo que narro".

Nuevamente Cristóbal debió saltar unas líneas que atravesaban el papel.

"Sí, ya todo era distinto.

Entre Amunátegui y San Martín volvimos a escuchar algunos lamentos; pero esta vez los ignoramos (mis compañeros por costumbre y yo por otro motivo: eran parte de mi naturaleza y, como tales, no me llamaban la atención). Oímos el ruido característico de las aspas de un helicóptero y luego tuvimos algo de esa especie de neblina azul. Y al llegar a San Martín nos topamos con una jauría de perros. Los canes —en número de cuarenta aproximadamente— nos miraron unos segundos, tras lo cual se nos echaron encima. Utilizamos nuestras armas y pronto los acabamos. Pasamos entre sus cuerpos sin vida y Ximena escupió sobre uno de ellos; nadie se lo reprochó.

El arribo a la Norte -Sur estuvo impregnado de un disimulado nerviosismo, quizás debido a que el objetivo se encontraba a pocas cuadras de nosotros. Mis compañeros empezaron a cruzar el puente a paso veloz; yo me quedé rezagado, caminando con tranquilidad y sin dejar de observar hacia todas direcciones. Me llamó la atención la cantidad de vehículos estrellados y entrelazados en la carretera.

Al llegar al otro lado, mis camaradas habían hecho un alto al amparo de un edificio. Nos miramos y volvimos a marchar.

—No saldremos vivos de esto —afirmó Javier de improviso.

—¿Qué estupideces dices? —preguntó Carolina, cogiéndose del brazo de Cristián.

—No saldremos vivos —repitió con el mismo ánimo fatalista —. Nadie ha vuelto con vida o lo suficientemente cuerdo para no terminar en un manicomio.

—Saldremos vivos —contradijo Cristián y al finalizar sus palabras una vibración recorrió fugazmente el suelo.

—Sé que te sientes extraño —dijo Carolina al tiempo que una leve opacidad ennegrecía el ambiente—. ¡Todos nos sentimos extraños! —exclamó y me miró de reojo —. Pero estamos con vida y seguiremos estándolo.

Los ojos de Javier se detuvieron en la mujer unos momentos antes de decir:

—Yo no lo creo.

—Déjense de decir tonteras —calmó Ximena—. Tenemos un trabajo que hacer.

—¡Trabajo! —exclamé con cierto ánimo en el tema—. ¿Qué hacías antes de estar aquí?

—Soy Ingeniero Industrial, ¿lo olvidas? —contestó Ximena—. ¿Te está fallando la memoria?

—Sí, me falla —contesté y esperé a que ella me reprochase algo.

En contra de lo esperado, Ximena simplemente aseveró: —Te entiendo. En este sitio a todos nos falla algo.

Tras lo cual volvió a guardar silencio.

Al fin estuvimos en la avenida Brasil. Nos asomamos con cautela. Javier cogió sus binoculares unos segundos antes que los demás y tras una breve observación comentó: —Se ve desolado.

"Por el contrario, hay mucha actividad", pensé con algo de ironía que no dejé traslucir.

En la Alameda se veía perfectamente el casco de la nave estrellada, semi enterrada en el suelo. A simple vista no parecía gran cosa: Un huevo alargado con múltiples hendiduras, sin señales visibles de motores o algo por el estilo. En realidad, lo decía todo y nada a la vez. Todo, por ser algo proveniente de otro mundo; nada, porque no existían otros ejemplos de que hubiese sucedido algo excepto su inusual presencia. Por la mente de mis camaradas, en cambio, cruzaron infinidad de ideas y suposiciones; sus ojos lo dijeron todo.

—¿Vamos? —preguntó Ximena, acariciando su arma. Javier perdió su mirada triste en el conjunto y respondió: —Sí.

Cristián y Carolina sacaron algunas fotografías antes de iniciar el acercamiento final. Nos desplazamos pegados a los muros de la vereda este en medio de un silencio total. Se oyó otro lamento. Y entonces, mientras daba un paso tras otro, tuve la certeza de muchas cosas. Supe que la caída no había sido totalmente al azar, que no fueron a estrellarse en Chile en vano. Después de que el proyectil los alcanzara y perdiesen el control del impulsor principal, escogieron cuidadosamente el sitio de aterrizaje. Su trayectoria los dirigía al hemisferio sur del planeta. Analizaron las líneas magnéticas que recorren sudamérica y notaron que por nuestro país fluye una gran cantidad de ellas. ¿Qué tiene que ver el magnetismo? Es muy simple: Ellos lo utilizan para alimentar su "generador" (aunque ése no es el término más adecuado, sino algo semejante. No puedo explicarlo bien, lo siento; pero es un concepto que apenas puedo captar en su totalidad). Algo del magnetismo está relacionado con la energía psíquica que emiten los seres pensantes; está relacionado de una forma y en un nivel que desconozco, aunque esa es la razón de que la gente y los animales enloquezcan en este sitio. No se trata de que absorban la energía mental o algo por el estilo, sino que su "magnetismo" (por decirlo de cierta manera) afecta nuestros pensamientos. Los lamentos son una especie de onda portadora de dicho magnetismo, algo así como los ecos que emite un sonar.

Ahora que lo entiendo me parece sumamente sencillo y es extraño que alguien no hubiese dado con la respuesta . Quizás en su sencillez estriba la causa de todo ello. No lo sé con certeza y tampoco me importa.

Lo importante es que —a medida que me acercaba a la nave — las emanaciones de aquellos seres llegaban a mí con mayor fuerza, transmitiéndome su conocimiento. Ahora, ¿por qué no sucedía lo mismo con los demás? Lo ignoro, aunque supongo —pero no tengo la certeza— de que cada persona reacciona de manera distinta frente a este estímulo psíquico.

No, contrariamente a lo que algunos dijeron, ellos no intentaron en ningún momento comunicarse con nosotros; sólo se limitaron a emitir sus ondas para tantear el terreno. Eso fue lo que motivó la "semana de la locura". Y en verdad el ser humano poco les interesa. No son como los humanos (obviamente, puesto que habría que ser idiota para creer que seres totalmente diferentes podrían razonar como nosotros. ¿Nosotros? Me parece irónico).

¿Por qué la gente enloquece? Simple: Los lamentos producen fuertes efectos en el psiquismo de las personas; solamente algunos como yo realizan esa "resonancia" mental. Y esos pocos paulatinamente van perdiendo su pensamiento humano.

Sus "herramientas" alteran la estructura temporal de lo que los rodea; ésa es la explicación de los sonidos del pasado que escuchábamos a veces; también es la razón d e que los satélites captasen escenas de tiempos antiguos.

No están lo que podría decirse molestos con el injustificado ataque de los yanquis. Esto lo ven sólo como un contratiempo en su viaje. Y es mejor que los dejen tranquilos, porque de otra manera podr ían devastar todo el continente en cuestión de segundos. Ahora lo único que les interesa en terminar las reparaciones de la nave para largarse. En poco menos de un año podrán hacerlo, así que es mejor que esperen ese día sin hacer nada por impedirlo. Por el momento, prosiguen trabajando.

Todo este maravilloso conocimiento me tenía embobado. Mis compañeros estaban tanto o más absortos que yo (aunque a ellos por motivos diferentes). Era tal la abstracción que no nos percatamos inmediatamente de la fragilidad de los muros que nos amparaban. Fue cuando Carolina tropezó en un ladrillo que la realidad vino a nosotros.

—Hay que tener cuidado —advirtió Cristián y en ese momento una vibración nos estremeció.

El muro al que nos apegábamos se vino abajo y quedamos envueltos en una nube de polvo y piedras. Permanecí quieto, con los brazos sobre la cabeza, agachado, hasta que pasó lo peor. Carolina y Cristián se llamaron a gritos, con desesperación, y en medio de la polvareda los vi abrazarse con ímpetu.

—¡Ximena! —llamó Cristián.

—¿Javier? —preguntó Carolina.

Nadie respondió. Guardamos silencio hasta que el polvo se asentó lo suficiente como para poder distinguir con claridad a nuestro alrededor. Un par de piernas asomaban a pocos metros de mí. Por las botas, supimos que era Ximena. Apartamos los escombros hasta dejar su aplastado cráneo al descubierto.

—Maldita sea —dijo Carolina para luego observar fugazmente sobre su hombro a la nave.

Un sonido de piedras removidas atrajo nuestra atención. Cerca del sitio en que estaba Ximena, Javier agitaba sus brazos, semi enterrado entre los escombros. Nos dirigimos a su lado.

—Tranquilo, amigo —le calmó Cristián, aunque a poco de verlo comprendimos que no tenía remedio.

El infortunado abrió los ojos. Nos miró a todos. Balbuceó algo mientras varias lágrimas rodaban por sus mejillas. Nos aproximamos otro poco.

—Violeta —murmuró un par de veces antes de cerrar los ojos y expirar.

Cristián le sostenía una mano y Carolina la otra. Ambos lo asieron varios segundos después de muerto, como queriendo retenerlo en este mundo un poco más. Cristián fue el primero en soltarlo, tras lo cual hurgó en la chaqueta del infortunado.

—¿Qué haces? —preguntó Carolina.

—Busco algo. —Extrajo una billetera desde la cual sacó una fotografía en la que aparecía una muchacha con un traje obscuro, ceñida con una banda blanca sobre un escenario en el que varias personas la aplaudían—. Anoche observó varios minutos esta foto antes de dormirse.

—Es una fiesta o graduación de algún tipo —notó Carolina.

—¿Su polola, novia o esposa? —preguntó Cristián.

—No, él era soltero —recordó la mujer. La pareja comentó algunas cosas más que no alcancé a escuchar, pues me había alejado algunos pasos de ellos. Poco después llegaron a mi lado.

—No te importa, ¿eh? —inquirió la mujer y me agarró por las solapas, sacudiéndome con fuerza—. ¡No te importa!

Cristián la sujetó por detrás, apartándola de mi lado.

—¡Tranquilízate!

—Él ya no es humano —afirmó mientras me señalaba acusadoramente con un dedo.

Los ignoré y continué acercándome a la nave. Me detuve a medio centenar de metros de ella. No transcurrió mucho tiempo antes que mis camaradas me imitaran.

—No tengan miedo —dije sin voltear para mirarlos—. Ellos no les harán daño.

—¿Hablan contigo? —preguntó Cristián, nervioso.

—Podría decirse —respondí—. Aprovechen de sacar fotos antes de irse, porque no hay nada más que puedan hacer.

Reticentes y desconfiados, la pareja hizo lo que les sugerí. Al terminar, Carolina me dijo:

—Tú no vuelves, ¿eh?

—No.

Ellos se miraron sin saber qué hacer. Era una situación casi absurda. Miraron la nave abrazados y en silencio un largo rato. Supongo que debieron cuestionarse muchas cosas, sobre todo la forma en que yo me comunicaba con ellos, pero nada dijeron. Lo hubiese sabido de haberles visto el rostro, aunque mi atención se enfocaba preferentemente en el vehículo.

—¿Cómo son? —preguntó Carolina.

—¿Quieres verlos? —pregunté a mi vez, volteando el rostro—. Hay uno detrás de ustedes.

Los dos cruzaron miradas de incertidumbre y —lentamente— giraron la cabeza. Y lo que vieron creo que es mejor que lo describan ellos, porque yo lo percibo de una manera diferente. El caso es que fue más asombro que temor lo que el ser produjo en la pareja. Temía que le disparasen o se desmayaran de espanto. No pasó nada de eso. A pesar de su asombro fueron capaces de sacarle algunas fotografías. La observación duró alrededor de tres silenciosos minutos antes de que la criatura se marchase.

—¿Qué hacía allí? —inquirió Carolina sin disimular el nerviosismo que la invadía—. ¿Nos estaba o bservando?

—Simplemente pasaba por acá y ustedes tuvieron la suerte de cruzarse en su camino —expliqué y arrojé mi rifle al suelo.

—¿Y ahora? —preguntó Cristián.

—Lárguense. Si los lamentos no los afectaron, entonces podrán irse sin que nadie los detenga. Díganle a los demás que no vengan. Adiós.

Les di la espalda y me dirigí hacia el otro lado de la nave. Volteé una vez y los vi corriendo hacia la calle José Miguel Carrera cogidos de la mano. Supongo que habrán llegado a la Puerta Parque O'Higgins. Supongo que ahora estarán rindiendo su informe a las autoridades. Supongo que se harán famosos por ser los primeros en salir cuerdos de este sitio. Supongo muchas cosas que ya no me importan; pero que no dejan de acudir a mi mente.

Esto fue por la mañana. Al mediodía cogí unas hojas de un cuaderno tirado en una fuente de soda y escribí esto. ¿Por qué? Pues porque ellos me lo sugirieron; de esta forma, ustedes sabrán de qué se trata todo esto. El relato de Carolina y Cristián más mi aporte les entregará la comprensión total de este sitio.

Al momento de escribir estas líneas tengo a mi lado a un perro de Carabineros. Llegó solo hasta aquí y supongo que lo enviaron a rastrearnos, igual que lo hicieron con los otros grupos. Es curioso que los perros puedan soportar los lamentos mejor que los humanos. ¿O quizás todo es curioso? Ya no sé qué es curioso, triste o alegre. He releído las páginas anteriores y no siento lo mismo que sentí al escribirlas. Mi cambio interno sigue en marcha. Lo que sí sé es que cuando se vayan me marcharé con ellos. Soy uno de los pocos que han logrado ser asimilados por su esencia. He visto un ser de otro mundo, que se les unió durante una breve parada que hicieron en otro sistema. Creo que más adelante —cuando vayamos viajando— me comunicaré con él.

Quizás esperen que les diga algo a mis familiares. Lamento decepcionarlos. Creo que con la sola lectura de esto podrán entender el porqué no lo hago.

Ya siento tan poco de lo que sentía antes... que no puedo ver lo que me rodea de la misma manera que ustedes. Por eso es que ansío la marcha, la deseo con ahínco. Lejos, en el espacio, podré sentirme más realizado que aquí. Tal vez algún día los humanos lleguen al mundo al cual iremos. Pero eso es cosa del futuro, es cosa del tiempo que se arrastra capri choso para los seres humanos.

Bueno, ¿qué más puedo decir? Acaricio al perro, que no parece haberse dado cuenta de mi cambio. Mueve la cola y mira hacia la nave. Colocaré estas hojas en su collar para que se las lleve y espero que no se caigan por el camino.

Ya lo saben: No vengan, pues no hay nada para los seres humanos en este sitio. Esperen a que nos vayamos. Después de eso, el centro de Santiago volverá a ser el de antes. Yo ya he cumplido con advertirles".

Los hombres guardaron silencio varios instantes. Finalmente Cristóbal preguntó: —¿Qué vamos a hacer, capitán?

—Lo que él dice: No acercarnos. —Miró hacia la abandonada zona de la ciudad—. Nada podemos hacer.

Dicho esto, cogió las hojas y se retiró a informar a sus superiores.

—Así que era eso —comentó Daniel, colocándose junto al sargento en una barricada.

—Así que era tan simple como eso —corrigió Cristóbal y pateó una piedra, sintiendo algo de pena por el hombre que había dejado de serlo mientras escribía unas hojas.

El silencio volvió a rodearlos.


F I N

Relato: La oficina virtual

Alberto caminó por el sendero paralelo a la vereda de entrada al sitio, pasando junto al cartel de "Oficina Virtual". Había pasto y algunas palmeras, así como extrañas estatuas de arte moderno (bloques de granito, agujas, esferas partidas y otras semejantes). Vio las clásicas señalizaciones en las esquinas.

—Qué lugar —dijo y elevó la vista al cielo.

Algunas nubes derivaban en las alturas y el cielo se veía azul y límpido. Sobre la tierra, y espaciados a cada centenar de metros, los edificios empresariales llenaban el lugar. Había a esa hora cierto tráfico terrestre, consistente en automóviles y camiones, como en cualquier otro lugar. Pensó en recorrer el lugar; pero su destino era más allá, en las oficinas administrativas del edificio rojizo. No obs­tante, se detuvo unos instantes para agacharse y cortar una brizna de pasto. Lo acercó a su rostro, palpándolo con cuidado y oliendo su aro­ma; era como cualquier otra brizna de pasto y se alegró de lo bien cuidado del sitio.

—Excuse me, mister, is this Virtual Office? —preguntó un indivi­duo alto, delgado, con poco pelo y cara de extranjero.

—Ehhh, yes, this is —contestó Alberto.

—Thank you —dijo el otro y siguió su camino, observando todo con detalle.

—Gringo imbécil —murmuró con ironía, pues cualquiera podía ver el enorme cartel en la entrada.

La entrada del edificio tenía variadas flores y una amable recep­cionista le indicó que tomara asiento mientras era atendido. Había un televisor encendido en la muralla, un rectángulo que recordaba una ventana, y que transmitía un noticiero desde la estación espacial eu­ropea.

No tuvo que aguardar mucho para ser conducido a una pequeña habita­ción, en la cual tras un escritorio un individuo de alrededor de 40 años y mirada seria lo escrutó al entrar.

—Buenos días, soy M.Munzo, administrador de Oficina Virtual —se presentó el hombre.

—Alberto Pérez, comerciante ──señaló a su vez el recién llegado, tomando asiento.

—Hemos revisado su solicitud para un lugar en nuestro terreno y podremos darle curso cuando lo estime conveniente. —Miró la pantalla plana que sobresalía del escritorio—. Importaciones de repuestos para maquinaria industrial, qué bien. —Sonrió y la sonrisa transformó el rostro en una mueca, lo cual no le agradó a Alberto—. ¿El negocio marcha bien?

—Sí..., aunque para poder competir con los demás necesitamos ofi­cinas en este... lugar —dudó, pues de alguna manera le parecía estú­pida la idea de "trabajar" allí—. Tengo poca gente, no más de siete; estamos empezando.

—Dos años, según su solicitud.

—Así es, señor Munzo. —Hubo unos momentos de embarazoso silencio, durante los cuales Alberto aprovechó de estudiar mejor el semblante de su interlocutor. Ha­bía algo en el sujeto que no le agradaba, aunque ya estaba acostumbra­do a tratar con gente desagradable. Pero esto era diferente. No podía definirlo. ¿Serían las cejas, los ojos o la forma en que sonreía?

—Puede comenzar la instalación cuando quiera —le interrumpió Mun­zo—. Es más, el ala norte de este edificio se encuentra sin ocupar y ustedes podrían colocarse allí. Ahora bien, si desea construir su pro­pio edificio...

—No, gracias, en realidad nos basta con unas oficinas. No queremos pretender ser algo que no somos.

—En ese caso —dijo, sonriendo ante la paradójica aseveración— vaya donde la secretaria y pídale un plano del lugar.

Alberto se puso de pie, se despidió brevemente y abandonó la ofici­na. Mientras salía, Munzo le dijo:

—Bienvenido a la Oficina Virtual.

Al salir del edificio se sentía un tanto estúpido por la situación. ¿Qué hubiera pensado su abuelo ante esto? Nunca lo sabría, puesto que lo habían enterrado cuando él era un niño.

Notó que había una gran rotonda central, a cuyo alrededor se situa­ban los edificios, rotonda en la que había pasto y en su periferia al­gunas pérgolas con asientos. Resistió la tentación de ir a sentarse un rato para dirigirse derecho a la salida. Caminó sin prisa, preocupado por la renta mensual de las oficinas, un precio bastante inferior a lo supuesto. Pero sabía que debía aprovechar esos precios de inauguración antes de que el lugar se consolidase lo suficiente como para ser más rentable; de esta forma tendría poco que declarar como "impuesto de transacciones virtuales" en el formulario anual.

Cerca de la salida escupió al suelo mientras maldecía mentalmente al que no se le había ocurrido colocar otros accesos más cercanos. Atravesó el marco de la puerta y la oscuridad lo envolvió.


DESCONEXION EN PROCESO


Titilaron las letras en la oscuridad unos instantes y luego sintió una comezón en la cabeza, seguida de un ligero temblor en los dedos de las manos y los pies. Transcurridos unos momentos volvió a tener con­trol normal de su cuerpo y suavemente extrajo el casco de su cabeza.

Un par de ojos pequeños dentro de un rostro curioso lo estaban ob­servando.

—Hola, hijo —saludó con cariño para luego acariciarle el pelo.

—¿Trabajo? —inquirió el niño.

—Sí, trabajo —respondió, incorporándose del sillón con cierto cuidado; todavía se sentía algo cansado y mareado luego de esas sesio­nes de realidad virtual.

Caminó con el infante de la mano hasta el comedor, en donde su es­posa terminaba de colocar los platos.

—Volviste a tiempo; ya te iba a retar —dijo ella. Lo miró unos instantes—. ¿Seguro que volviste?

—Oye, sólo quedo un poco mareado, nada más —se defendió el hombre al tiempo que tomaba asiento.

Hablaron de trivialidades durante la sopa y al atacar el segundo la mujer preguntó:

—¿Qué tal el lugar?

—Bastante bonito, aunque... el administrador no me gustó mucho. Se llama M.Munzo y no parece muy simpático.

—¿M.Munzo? ¿Qué clase de seudónimo virtual es ese?

—No lo sé, mi reina, y no me importa. Recuerda que es legalmente aceptable un anagrama del nombre o apellidos.

—¿Mario Zomun, Nuzom..., Munoz?

Ambos rieron con la ocurrencia y el niño se les unió en las risas.


—Está bien —dijo Ana María, la secretaria de Alberto cuando ocu­paron el ala norte del edificio administrativo.

—Sí, está bien —añadió Víctor, el encargado de Informática.

—Empresas Pérez ha llegado al pueblo —comentó Alberto, observando por la ventana el paisaje.

Faltaban pocos minutos para las nueve y la gente empezaba a llegar al trabajo. Unos a pie, otros en automóvil, unos cuantos en parapente desde los cerros que estaban a un costado de la Oficina Virtual, otros más alocados en alas delta (que parecían caer como piedras). En la ro­tonda central se aparcaban los helicópteros, discos voladores, aeromó­viles y artefactos semejantes que la imaginación dictaba.

—Bienvenidos al Circo Virtual —dijo Ana María para después ir a sentarse frente a su escritorio.

En cuestión de minutos estuvieron conectadas las líneas videofóni­cas, las cámaras y demás enlaces audiovisuales que la empresa reque­ría. En verdad, lo que verdaderamente tuvo que hacerse fue señalar la ubicación de los objetos y por dentro, entre los millones de líneas de programas de la Red, el caudal de datos fue encauzado. A Alberto siem­pre le había parecido casi mágica la interconexión de los componentes virtuales, una especie de abracadabra visual.

No pasó mucho tiempo antes de recibir una llamada de uno de los clientes habituales.

—El chino en la línea —señaló Ana María y Alberto lo tuvo frente a sí en su escritorio.

—Buenos días, señor Pérez —saludó el oriental, notándose un leve retraso en las palabras con respecto al movimiento de los labios; era un error típico de los programas traductores—. Seré breve. La partida de ruedas ha sido enviada y llegará en un par de días. Ya no tendremos más retrasos en la aduana.

—Correcto. Los fondos serán transferidos... —un ruido proveniente del exterior lo hizo vacilar— según el protocolo electrónico acorda­do.

—Así se hará. Que tenga un buen día.

—Usted también.

Sintió alivio al acabar la comunicación, porque el ruido se hacía más agudo y le llamaba la atención. Se acercó a una ventana y no pudo ver nada. Salió de su oficina privada y se dirigió al ventanal de la recepción.

—¿Qué onda? —inquirió Víctor al ver a Alberto, Ana María y otros.

Por la calle venía una gran motocicleta, cuyo conductor vestía cha­queta de cuero y lucía un casco de acero. Al llegar a los estaciona­mientos del edificio (cerca del ventanal) se desvió para entrar en ellos. No fue grande la sorpresa al descubrir que se trataba de M.Mun­zo.

—Born to be wild —comentó Ana María y todos se rieron.

Volvieron al trabajo y el resto de la mañana transcurrió sin inci­dentes. Poco antes de ir a colación Víctor comentó:

—Echo de menos a Impuestos Internos.

—¿No te gusta la licitación del 2052?

—Mi padre dice que no había que pagar por todas las declaraciones mensuales ni las consultas en línea. —Meneó la cabeza—. El mundo va de mal en peor, sino míranos a nosotros: encerrados en medio de la na­da y haciéndolo todo.

—¡Epa, epa, nada de pesimismos! —exclamó Alberto.

Pero no dejaba de ser una gran verdad. Chile Impuestos había ganado la licitación gubernamental y (desde entonces) se encargaba de la ad­ministración de ellos. No obstante, se rumoreaba que Impuestos Cono Sur haría una propuesta mejor dentro de un par de años, cuando expira­se el contrato de Chile Impuestos.

—Vámonos a comer —propuso el contador dándole un ligero vistazo al reloj.

—Buena idea —apoyó Ana María.

Se dirigieron a sus asientos y pronto sus figuras adquirieron una solidez metálica, señal que indicaba que el usuario real del cuerpo simulado no estaba conectado. Alberto se dirigió a su escritorio para hacer lo mismo.

—¿Cómo fue el primer día? —inquirió su señora en la mesa—. ¿Al­gún problema inesperado?

—Nada. —Jugueteó con el vaso de cerveza—. A veces me pregunto si no será una locura el manejar nuestros negocios de esta forma.

—A los demás no les parece —objetó ella—. Y a mí tampoco. ¿Y qué esperabas? La Era de las Comunicaciones quedó atrás; ahora estamos en la Era Virtual.

—Así será, pero... no me agrada.

Luego del almuerzo volvió a sentarse en el sillón. Jugueteó unos instantes con el casco antes de ponérselo sobre la cabeza. En cuestión de segundos se encontraba de regreso en su oficina. Poco a poco los demás también fueron "volviendo" al trabajo. A media tarde, M.Munzo acertó a pasar por sus dependencias.

—¿Cómo les va? —inquirió, mirándolo todo cuidadosamente.

—Bastante bien —contestó Alberto y una vez más sintió antipatía por aquel hombre. Se preguntó si no estaría alterando su imagen, aun­que eso estaba prohibido; pero siempre había quienes se creían por en­cima de las leyes.

—Me alegro. —Hizo el ademán de marcharse—. Cualquier cosa, esta­mos en la planta baja.

Cuando atravesó el dintel de la puerta, Víctor le sacó la lengua y murmuró:

—Pesado.

—Me desagrada —añadió Ana María sin dejar de ordenar listas de pedidos, tocando con los dedos sobre la pantalla plana que sobresalía de su escritorio.

—No le hagan caso —dijo Alberto y se fijó en una persona que venía entrando.

—Buenas tardes —saludó el desconocido—. Vengo de Scott & Norton. Estamos al frente y vimos su cartel. Tenemos maquinaria que...

—Por acá, por favor —señaló Alberto, indicándole su oficina y am­bos se dirigieron al lugar.

Tras media hora de charla llegaron a un acuerdo para suplirles re­puestos y el hombre se marchó satisfecho. Luego de eso, Alberto salió a dar una vuelta. Por el camino se cruzó con una pareja de Carabineros que hacían una ronda preventiva. Si bien era imposible cometer actos violentos con consecuencias fisiológicas, éstos tampoco debían ser permitidos y se consideraban como reales. Las leyes llevaban en vigen­cia no más de una década y habían tardado al menos otra en perfeccio­narse.

A una cuadra de distancia giró para rodear el edificio y verlo por detrás, seguro de que encontraría algo mal construido. Empero se equi­vocó, pues todo era como debía ser. Gustaba de ser perfeccionista y encontrarle la "quinta pata al gato". Volvió a su oficina con un dejo de insatisfacción. Antes de ingresar al edificio dio un vistazo al par de pérgolas, tentado por ir a sentarse en ellas.

—Hay reunión de la comunidad del edificio a las tres y media —in­formó Ana María—. Los motores para tractores franceses llegaron al puerto hace diez minutos; Fanny llamó para decir que iba a la aduana.

—Gracias —dijo Alberto, pensando en lo aburrida que probablemente sería esa reunión.

Al día siguiente, y pasado el aburrimiento de la mencionada reu­nión, se topó con M.Munzo en la entrada. Quiso preguntarle qué hacía tan temprano, puesto que solía llegar en su motocicleta alrededor de media hora retrasado, pero no lo hizo.

—¿Qué le pareció el plan de reforestación? —preguntó Munzo.

—Interesante, aunque opino que los sauces no combinan con las pal­meras. Pero —se encogió de hombros— ¿qué importa? A fin de cuentas no es real.

—Es tan real como queramos serlo —aseveró, sonriendo con su ca­racterística mueca, y desapareció rumbo a su oficina.

Alberto permaneció perplejo unos instantes. Luego, optó por ignorar el comentario del otro.

—Tenemos un problema —dijo Ana María y señaló el escritorio de Víctor.
—¿Qué...?

La pregunta de Alberto quedó truncada al ver que una esquina del escritorio aparecía un tanto deslucida, como si le hubiesen arrojado diluyente. Era un trozo casi circular de unos treinta centímetros.

—No hice nada —afirmó Víctor.

Llamaron a las oficinas centrales y de inmediato un par de técnicos llegaron hasta el sitio. Observaron por todos lados mientras uno de ellos veía los datos que surgían en la palma de su mano (los técnicos no estaban obligados a aparentar como los demás). Los dos murmuraron algo entre sí y luego la mesa adquirió la tonalidad adecuada. Se des­pidieron para luego esfumarse en el aire.

—¿Todo bien? —inquirió Munzo, entrando por la puerta.

—Sí, ya se arregló.

—Le ofrezco mis disculpas, caballero; pero los muñecos de Informá­tica me aseguraron que no volvería a suceder. Fue un maldito error de diagramación en el mobiliario.

—No importa —exclamó Alberto—. Es un detalle sin importancia.

—Cualquier cosa me llaman.

Luego de salir Munzo, Víctor comentó:

—Se parece a los otros.

—¿A quiénes? —preguntó Alberto.

—A los técnicos —contestó Ana María—. ¿No te fijaste que tenían la misma mirada y gestos que este... sujeto?

—En verdad, no. —Miró a una joven buenamoza que atravesaba el pasillo—. Ah, qué paisaje.

—Viejo verde —le dijo Ana María y Alberto corrió a refugiarse en su despacho.

Al cabo de un mes no se sucedieron más incidentes y el negocio ad­quirió un ritmo normal, muy semejante al que había cuando tenían sus oficinas "reales" en la ciudad. Solamente una vez más vieron a los técnicos reparando algo en las escaleras. Actuaron igual que la vez anterior: rápida y eficientemente para luego desaparecer.

El hijo de Alberto se accidentó en el colegio y el hombre debió acudir para hablar con la profesora jefe. Esto lo obligó a perder casi toda la mañana. Al volver a casa, cerca del almuerzo, videofoneó a la oficina para informar que llegaría después de la colación.

—¿No te sientes rara al hablar con alguien real? —le preguntó a Ana María, quien lo miró con el ceño fruncido, para luego colgar su aparato.

—¿Quieres almorzar ahora? —inquirió su esposa.

—Pues..., bueno, no me hará mal comer una hora antes.

Al llegar a la oficina se encontró con que estaba vacía. Claro, to­dos se habían ido recién a almorzar. Miró la serie de estatuas que conformaban Víctor, Ana María y los otros, sintiendo el deseo de pintarles el rostro. Pero no era posible, puesto que para prevenir actos como ése era imposible alterar los cuerpos simulados.

—Oh, qué tranquilidad —murmuró y se acordó de las pérgolas—. ¿Y por qué no?

Caminó hasta los asientos techados y se sentó en ellos. Todo pare­cía muy normal e idílico; inclusive algunas aves se deslizaban en ban­dadas sobre el pasto. Quiso tener una cámara a la mano.

La brisa era suave y por unos instantes le pareció estar en la pla­ya. Y pensándolo bien, ¿qué tenía de malo esta realidad simulada? Los estímulos iban directamente a su cerebro, que era lo mismo que hacían los sentidos corporales. Pero, por alguna razón, quizás por el hecho de ser un tanto anticuado, se negaba a aceptarlo tan fácilmente como los demás. Sí, era útil, a no dudarlo; empero aceptaba a duras penas el tener que sumergirse durante ocho horas diarias en ese nirvana fic­ticio.

Unas voces lejanas llamaron su atención. Miró hacia su edificio y distinguió a un par de personas discutiendo en el estacionamiento, le­jos de la vista de los transeúntes. Agudizó la vista y reconoció a M.Munzo como uno de ellos. El otro parecía ser un técnico. Tras unos momentos el técnico se desvaneció. Munzo, entonces, pareció desdibu­jarse unos instantes para luego readquirir su forma normal. Se encami­nó hacia la parte trasera del edificio.

—¿Eh? —dijo Alberto en voz baja y, no pudiendo resistir la curio­sidad, se dirigió a ver qué sucedía.

Al acercarse a la parta trasera escuchó más voces. Esta vez Munzo hablaba con por lo menos dos personas más. Entonces se escuchó un rui­do muy extraño, como un rascar sobre latas y se paró en seco. Silen­cio. Después, las palabras volvieron y algo le dijo a Alberto que las cosas no estaban bien. Se acercó con cautela y atisbó escudado en una camioneta. Y el asombro lo paralizó.

Había dos siluetas más, borrosas hasta lo indecible, que discutían con Munzo; pero lo hacían emitiendo unos suaves chillidos que el hom­bre contestaba. Alberto inmediatamente pensó en intrusos ilegales, aquellos inevitables sujetos que —nietos de los antiguamente famosos hackers— se introdu­cían en las redes privadas con el fin de robar o causar daños. O, tam­bién, podían ser los dueños del sitio que estaban teniendo dificulta­des con los patrones de identidades. Pero, de ser así, ¿por qué se ocultaban y no lo trataban con los técnicos? Esto olía mal, se dijo, y retrocedió cautelosamente.

Un chillido como los otros a su espalda lo detuvo. Giró rápidamente para encarar a una silueta borrosa.

—Vaya, señor Pérez —exclamó Munzo, como si lo hubiese visto per­sonalmente.

Y esto terminó por convencer al hombre de que las cosas estaban mal, puesto que se encontraba prohibido el ver con los ojos de otros o comu­nicarse de alguna manera que no fuese "natural" dentro de la realidad virtual. Existían reglas y medidas de seguridad que impedían esos acontecimientos. Sólo haciendo trampa y saltándose esas reglas era factible actuar así. Por ello, no lo pensó más y corrió hacia su ofi­cina. Escuchó pasos tras de sí y supuso que sería Munzo o alguno de los otros. Se oprimió la muñeca izquierda con la mano derecha al tiem­po que se concentraba en la llamada de emergencia que todos podían ac­tivar. Pero nada sucedió. No escuchó la suave alarma que precedía a la intervención de los controladores de la red, ni tampoco una voz en los oídos solicitándole más información del problema.

—¡Está cortado! —exclamó, sintiendo un gran temor.

Al entrar a su oficina cerró la puerta y activó el videófono. Se encontró con la cara de Munzo diciéndole:

—No se resista.

Arrojó una taza de café contra la pantalla y el pánico lo invadió durante unos momentos para luego tranquilizarse diciendo:

—Esto no es real. Nada puede sucederme mientras siga sentado en el sillón del estudio de mi casa.

En ese instante Víctor adquirió vida y lo observó con ojos cándidos al tiempo que preguntaba:

—¿Sucede algo?

—¡Ese maldito de Munzo...!

Su exclamación quedó ahogada por el desvanecimiento de la puerta y la entrada del susodicho seguido por una silueta borrosa. Víctor abrió la boca para protestar y Munzo lo miró fijamente. Durante unos instan­tes pareció no suceder nada y luego, violentamente, Víctor se dobló sobre sí mismo para caer al suelo presa de violentas convulsiones. En cosa de segundos dejó de hacerlo y permaneció estático.

Ahora, Munzo miró fijamente a Alberto y nada sucedió. Munzo demos­tró perplejidad en el rostro al decir:

—No tiene una conexión ordinaria... Ah, sí, utiliza un codificador múltiple para conectarse. —Esbozó su sonrisa‑mueca—. Pronto lo deco­dificaremos.

—¿Quiénes... son? —preguntó Alberto y miró a Víctor.

—Está muerto, muerto de verdad —aclaró Munzo—. Le arrojamos una descarga al cerebro que hizo que todos sus músculos se contrajeran violentamente; la columna debe habérsele roto en varios fragmentos. Esto que vimos fue una parodia simplificada de su verdadera agonía.

Alberto imaginó con horror el espectáculo de su compañero y amigo revolcándose en el sillón de su casa, quizás aullando de dolor.

—¿Quiénes son? —volvió a preguntar.

—Bueno..., considerando que pronto va a morir no creo que importe.

La silueta borrosa emitió unos silbidos y Alberto empezó a sentir un pánico enorme ante ella.

—Somos de otro mundo —explicó Munzo, como quien da una charla—. Nos hemos introducido en su sistema para analizar mejor su sociedad y poder evaluar qué tan peligrosa puede ser para nosotros. ¿Sorprendido? Veo que sí, aunque hace tiempo que deberían haber aceptado la idea de que no estaban solos.

—¿Toda la Oficina Virtual es controlada por ustedes?

—Así es. Fue muy fácil crearnos una identidad ficticia, contratar técnicos en mundos virtuales y empezar a trabajar. La decoloración del escritorio fue un error en nuestros programas de recolección de datos. —Señaló con sus manos alrededor—. En verdad todo este sitio está de­dicado a la captación de las ideas de las personas. Cada paso que dan, cada puerta que abren, cada llamada nos sirve para registrar sus reac­ciones. Pronto tendremos completada nuestra misión y podremos largar­nos...

—¡Basta de estupideces! —gritó Alberto—. Vayan a contarle esas idioteces a otro, porque yo no me las trago.

Munzo, para su asombro, rió y después dijo:

—Diga lo que quiera; pero dentro de poco estará muerto. ¿No cree...?

Alberto no se quedó para escuchar el resto. Corrió hacia su oficina y saltó a la calle por la ventana. Se dirigió al edificio vecino y tropezó con un hombre que salía de allí.

—¡Ayúdeme, me atacan! —pidió.

—¿Qué pasa? —preguntó el desconocido.

—Hay intrusos en el sitio —respondió.

El otro hombre oprimió repetidas veces la esfera de su reloj. Nada sucedió y repitió la acción.

—Qué extraño, no...

Convulsiones tan violentas como las de Víctor acallaron al sujeto y Alberto corrió al interior del edificio. Una vez dentro empezó a pen­sar. Ellos, quienesquiera que fuesen, lo tenían todo bajo control. Y, si eran tan buenos para introducirse en la señal de enlace de una per­sona, entonces sería cuestión de tiempo el que descifrasen su señal. Agradeció al cielo el haber comprado ese software de seguridad perso­nal.

Se dirigió al pasillo y colocó su encendedor sobre un detector de incendios. Nada. Luego, desesperado, desdobló un clip y produjo un cortocircuito en la toma de corriente. Nada. Al parecer no había nin­guna línea de alarma conectada con el exterior. Lo habían aislado. Pe­ro tampoco podían permanecer así durante mucho tiempo sin llamar la atención. Pronto (en menos de media hora) se acabaría el turno de co­lación y todos volverían al trabajo.

Pero no tenía media hora. Quizás algunos minutos, a lo sumo.

¿Qué hacer? ¿Cómo encontrar un medio de comunicación con el exte­rior? Tenía que existir un canal en funcionamiento, una señal que in­dicase la existencia del sitio. Pateó con desesperación creciente una máquina de café y bebidas, haciéndola saltar. La pateó una y otra vez para luego correr y arribar a una sala de reuniones.

—¡No! —gritó y golpeó con los puños la cubierta de la mesa.

No quería morir así, tan violenta e inesperadamente. Siempre se ha­bía imaginado en su lecho de viejo, rodeado de sus hijos y nietos, to­dos a su lado en el momento final. Pero no sería así y probablemente nadie lo sabría; daba por hecho el que ellos (¿en verdad serían de otro mundo?) tomarían las precauciones del caso. "Accidente" segura­mente sería la excusa oficial.

Un escalofrío recorrió su espina dorsal y luego otro el pecho. Eran ellos. Ya habían descubierto su señal, enmascarada dentro de otras. Sintió un temblor en sus manos y Munzo entró a la sala.

—Se lo dije: era cuestión de tiempo.

Para Alberto ya era claro que lo tenían y, pese a todo, se dio el lujo de hacerle un gesto obsceno al otro.

Luego, la oscuridad se lo tragó.


La visión volvió lentamente, en oleadas sucesivas. Junto con ella, los sonidos empezaron a clarificarse y pudo escuchar algunas voces desconocidas.

—Vuelve en sí —dijo una voz de hombre.

—¡Alberto! —le llamó su mujer y vio su rostro casi encima de él.

—Eh...

Calló y cerró los ojos, sintiéndose tremendamente mareado y confu­so. Sintió a su esposa abrazada a su cuello, sollozando.

—Está bien —aseguró un hombre vestido de blanco que estaba incli­nado sobre la abrazada pareja.

Había otros desconocidos en su estudio. Dos de ellos eran Carabine­ros y estaban pendientes de lo mostrado por la televisión.

Alberto se incorporó con lentitud y preguntó:

—¿Qué sucedió?

—Lo desconectamos justo a tiempo —explicó el hombre de blanco, que a todas luces era un médico—. Control Virtual captó la señal de alarma de maltrato de la máquina de café e intervino. Descubrieron va­rias conexiones extrañas y una señal que trataba de apresar a la suya. La detuvieron antes de que lo lograse y se intervino todo el sitio. ¡Quién lo diría! Los primeros hackers virtuales exitosos resultaron ser de otro mundo.

—Entonces... ¿era cierto? —Alberto palideció ante la idea—. Yo no... no les creí.

—Vea esto —señaló uno de los policías, indicando la pantalla.

Una casa era allanada por fuerzas conjuntas del Ejército y Carabi­neros. Dos cosas de metro y medio, vagamente antropomórficas, pero con dos patas de más, salieron de la casa vomitando unas pavorosas descar­gas que destrozaban todo lo que tocaban. Cayeron acribilladas en medio de una gran humareda y confusión.

—Eso pasó hace media hora y era la propiedad de la empresa ficti­cia que construyó la Oficina Virtual —dijo el doctor—. Ahora los he­licópteros están rastreando los cerros de Valparaíso; se supone que la nave de ellos está escondida ahí (algunas personas vieron luces extrañas unos meses atrás).

—Era cierto —murmuró Alberto, casi sin poderlo creer.

Su hijo se abrió paso entre los desconocidos para abrazarlo. Su mu­jer nada dijo y los tres permanecieron unidos en silencio.

—Todo por una simple alarma de maltrato —murmuró Alberto y se largó a llorar como un niño.

Habían sido demasiadas emociones.